España, como país occidental que es, soporta ante el islamismo idénticos riesgos que cualquier otro, aunque con dos características especiales: la debilidad global de su sociedad y el innegable hecho histórico de que un lapso (largo en algunos lugares) de la historia de la Península Ibérica estuvo imbricado en la historia general del Islam con el nombre de al-Andalus. Ambos datos convierten a nuestro país en diana permanente y segura de islamistas fanáticos y árabes en general, sean cuales sean sus intenciones inmediatas y visibles. La "recuperación" de al-Andalus hace años que dejó de ser ensoñación chistosa de poetas para convertirse en objeto tangible de codicias colectivas. Palestina en primer término –como meta más acuciante en orden cronológico y por imperativo geográfico – y al-Andalus, en tanto que continuación del destino manifiesto de expansión islámica, constituyen los dos polos de atracción de islamistas "moderados" y extremosos.
En este panorama general al-Andalus desempeña un importantísimo papel, de bandera ideológica y refugio sentimental que justifique cualquier irracionalidad y sinrazón del tipo "como fue nuestro, es justo que lo recuperemos"; o de paso previo, por ser España región fronteriza, para la absorción de Europa. Ha venido a coincidir este expansionismo islámico con un período de debilitamiento y ruina del Estado nacional español, fenómeno que, objetivamente, favorece, por el vacío que deja, la penetración de fuerzas lo bastante convencidas de su propia verdad y su designio de convertirse en universales.
Una coincidencia dramática porque, incluso de buena fe, en algunas regiones españolas o en círculos intelectuales más o menos documentados sobre la historia de al-Andalus ha tomado cuerpo y se ha consolidado la exaltación de un pasado imaginario, de exquisitas bondades, tomado como guía de actuación para el presente, de suerte que se mezclan de forma errónea, en cuanto a métodos y objetivos, la realidad y la ficción (lo concreto y lo ideal). El resultado sólo puede ser desastroso si se insiste con contumacia de neófito en la resurrección del conmovedor y tierno al-Andalus que nunca existió. En otros tiempos, arabistas de primer orden como Asín Palacios o García Gómez pudieron disfrutar el lujo de embellecer y adornar su visión de las parcelas de al-Andalus que tocaban –aunque sus escritos adolecieran a veces de cierto folklorismo amanerado – porque entonces no había, ni en España ni en el resto de Europa, peligro islámico de ninguna clase y por ignorar cómo se utilizarían, años después de su muerte, para recrear en la práctica un pasado detestable.
Al tiempo, el renacimiento de al-Andalus, verbal, pero con buenas inversiones económicas del Estado y sus múltiples tentáculos autonómicos, sirve a los propósitos de crear, inventar o revitalizar personalidades diferenciadas en diversas regiones como base justificativa teórica de reivindicaciones políticas o abusos institucionalizados frente a comunidades vecinas. El dislate como norma se ha corporeizado y extendido en un suicida mimetismo de absurdos cuyo denominador común es la negación de la nación española y la poda sistemática no sólo de atribuciones administrativas o políticas del Estado, sino también de la ocupación en solitario de logros morales o culturales elaborados por infinidad de españoles anónimos o conocidos a lo largo de los siglos y de las más variadas procedencias. Y si unos "se blindan" el Ebro, en perjuicio de otros españoles y sin provecho para ellos mismos, otros "se blindan" el Guadalquivir y proclaman el flamenco de su propiedad exclusiva. Es como blindarse la rotación de la Tierra, el recuerdo de los Reyes Magos o, recientemente, el nombre de un pueblo (Ermua). Es incalculable el daño que todos estos terratenientes frustrados están infligiendo a la patria y la sociedad comunes.
La rememoración de al-Andalus constituye una de las piezas básicas para inventar una nación andaluza, como si la Bética romana o visigoda y la Andalucía posterior a la Reconquista no hubiesen contribuido más que la etapa musulmana a la configuración de la sociedad y la vida en esa región. Aunque en menor grado, otras viven el mismo fenómeno (Murcia, Aragón), si bien algunas que cuentan con otros signos diferenciales (Valencia, Baleares) como la lengua no hacen tanto hincapié en tales recuerdos del pasado, a no ser en vertientes lúdicas y festivas que a nadie dañan.
Sin embargo, la autocensura –o la exigencia de censura por musulmanes sobrevenidos desde dentro o llegados de fuera – ha alcanzado hasta al inofensivo desarrollo de las fiestas de Moros y Cristianos o los Belenes navideños. Digámoslo con crudeza: por nuestra propia medrosidad e indiferencia. Hemos llegado a una situación de autoinculpación y miedo tan descabellada que hoy en día serían impensables textos de Asín Palacios o Manuel Alonso por políticamente incorrectos y peligrosos para sus autores. Dice Asín, por ejemplo:
El Islam no es más que un hijo de la Ley Mosaica y del Evangelio cuyos dogmas de la vida futura se asimiló, aunque sólo en parte, y que al alejarse de su primitivo origen para convivir con todas las religiones y pueblos del oriente, faltándole el discreto freno del magisterio infalible de un pontífice que pusiese límites a la fértil fantasía de los fieles en la interpretación de aquellos dogmas.
Y a esto añadía Alonso:
El Islam coincide con el judaísmo y el cristianismo en ser una religión monoteísta. Mirada de cerca, más que una religión aparte diríase que es una herejía cristiana mixta de antitrinitaria y arriana; fuera de la Trinidad y la Encarnación, que el Islam niega, el resto de los dogmas cristianos coinciden grosso modo con los islámicos.
Y, sin embargo, se idealiza cuanto concierne al Islam pasado y presente sin entrar en detalles, pues de tal guisa se patentizaría en exceso lo insostenible de la tesis. En lo referente a al-Andalus, a los desmelenamientos de los románticos siguieron la utilización arbitraria de la erudición por Américo Castro, las estupideces de Olagüe y la beata parcialidad de Juan Goytisolo, que se limita a suscribir las "luminosas enseñanzas" de Castro (sic, aunque parezca mentira en tan notable escéptico) y a formar en el victimista pelotón de los escritores autoproclamados malditos, en tesitura de gran bonanza para su andorga y fama. Y es que, en España, fungir de marginado oficial proporciona excelentes utilidades de todo orden.
Al-Andalus, en suma, se halla en el punto de arranque no sólo de organismos oficiales o semioficiales con él relacionados (Casa Árabe, Legado Andalusí, Fundación Garaudy, Fundación Tres Culturas, Fundación Barenboim, etc. ), sino también con otros privados como la Fundación Atman y hasta con el eje principal de la política exterior del actual gobierno: la Alianza de Civilizaciones. Casi por descontado, todos estos entes propagandísticos y burocráticos están prendidos de los presupuestos del Estado en sus diversos disfraces y advocaciones. Otros, como el Real Instituto Elcano, se vuelcan en la promoción interna y externa de un hallazgo tan prodigioso como esa Alianza.
Sin embargo, es preciso insistir en que al-Andalus, o más bien la ficción sobre él construida, sustenta en el lado español gran parte de estas construcciones entre imaginarias y absurdas. No volveremos aquí a detallar lo irreal del mito o los mecanismos de pensamiento de quienes lo forjaron, pero sí debemos cuando menos recordar la gran responsabilidad que incumbe en ello a viajeros extranjeros románticos o prerrománticos que, a partir de elucubraciones erróneas de otros autores o de su propia observación equivocada, o interesada en dar una imagen falsa porque eso se vendía bien en la Europa coetánea, edificaron una España al gusto de sus búsquedas de pintoresquismo. Casi dos siglos más tarde, seguimos pagando las consecuencias de las fantasías de Irving, Ford o Mérimée: que Dios se apiade de nosotros.
Serafín Fanjul.
En este panorama general al-Andalus desempeña un importantísimo papel, de bandera ideológica y refugio sentimental que justifique cualquier irracionalidad y sinrazón del tipo "como fue nuestro, es justo que lo recuperemos"; o de paso previo, por ser España región fronteriza, para la absorción de Europa. Ha venido a coincidir este expansionismo islámico con un período de debilitamiento y ruina del Estado nacional español, fenómeno que, objetivamente, favorece, por el vacío que deja, la penetración de fuerzas lo bastante convencidas de su propia verdad y su designio de convertirse en universales.
Una coincidencia dramática porque, incluso de buena fe, en algunas regiones españolas o en círculos intelectuales más o menos documentados sobre la historia de al-Andalus ha tomado cuerpo y se ha consolidado la exaltación de un pasado imaginario, de exquisitas bondades, tomado como guía de actuación para el presente, de suerte que se mezclan de forma errónea, en cuanto a métodos y objetivos, la realidad y la ficción (lo concreto y lo ideal). El resultado sólo puede ser desastroso si se insiste con contumacia de neófito en la resurrección del conmovedor y tierno al-Andalus que nunca existió. En otros tiempos, arabistas de primer orden como Asín Palacios o García Gómez pudieron disfrutar el lujo de embellecer y adornar su visión de las parcelas de al-Andalus que tocaban –aunque sus escritos adolecieran a veces de cierto folklorismo amanerado – porque entonces no había, ni en España ni en el resto de Europa, peligro islámico de ninguna clase y por ignorar cómo se utilizarían, años después de su muerte, para recrear en la práctica un pasado detestable.
Al tiempo, el renacimiento de al-Andalus, verbal, pero con buenas inversiones económicas del Estado y sus múltiples tentáculos autonómicos, sirve a los propósitos de crear, inventar o revitalizar personalidades diferenciadas en diversas regiones como base justificativa teórica de reivindicaciones políticas o abusos institucionalizados frente a comunidades vecinas. El dislate como norma se ha corporeizado y extendido en un suicida mimetismo de absurdos cuyo denominador común es la negación de la nación española y la poda sistemática no sólo de atribuciones administrativas o políticas del Estado, sino también de la ocupación en solitario de logros morales o culturales elaborados por infinidad de españoles anónimos o conocidos a lo largo de los siglos y de las más variadas procedencias. Y si unos "se blindan" el Ebro, en perjuicio de otros españoles y sin provecho para ellos mismos, otros "se blindan" el Guadalquivir y proclaman el flamenco de su propiedad exclusiva. Es como blindarse la rotación de la Tierra, el recuerdo de los Reyes Magos o, recientemente, el nombre de un pueblo (Ermua). Es incalculable el daño que todos estos terratenientes frustrados están infligiendo a la patria y la sociedad comunes.
La rememoración de al-Andalus constituye una de las piezas básicas para inventar una nación andaluza, como si la Bética romana o visigoda y la Andalucía posterior a la Reconquista no hubiesen contribuido más que la etapa musulmana a la configuración de la sociedad y la vida en esa región. Aunque en menor grado, otras viven el mismo fenómeno (Murcia, Aragón), si bien algunas que cuentan con otros signos diferenciales (Valencia, Baleares) como la lengua no hacen tanto hincapié en tales recuerdos del pasado, a no ser en vertientes lúdicas y festivas que a nadie dañan.
Sin embargo, la autocensura –o la exigencia de censura por musulmanes sobrevenidos desde dentro o llegados de fuera – ha alcanzado hasta al inofensivo desarrollo de las fiestas de Moros y Cristianos o los Belenes navideños. Digámoslo con crudeza: por nuestra propia medrosidad e indiferencia. Hemos llegado a una situación de autoinculpación y miedo tan descabellada que hoy en día serían impensables textos de Asín Palacios o Manuel Alonso por políticamente incorrectos y peligrosos para sus autores. Dice Asín, por ejemplo:
El Islam no es más que un hijo de la Ley Mosaica y del Evangelio cuyos dogmas de la vida futura se asimiló, aunque sólo en parte, y que al alejarse de su primitivo origen para convivir con todas las religiones y pueblos del oriente, faltándole el discreto freno del magisterio infalible de un pontífice que pusiese límites a la fértil fantasía de los fieles en la interpretación de aquellos dogmas.
Y a esto añadía Alonso:
El Islam coincide con el judaísmo y el cristianismo en ser una religión monoteísta. Mirada de cerca, más que una religión aparte diríase que es una herejía cristiana mixta de antitrinitaria y arriana; fuera de la Trinidad y la Encarnación, que el Islam niega, el resto de los dogmas cristianos coinciden grosso modo con los islámicos.
Y, sin embargo, se idealiza cuanto concierne al Islam pasado y presente sin entrar en detalles, pues de tal guisa se patentizaría en exceso lo insostenible de la tesis. En lo referente a al-Andalus, a los desmelenamientos de los románticos siguieron la utilización arbitraria de la erudición por Américo Castro, las estupideces de Olagüe y la beata parcialidad de Juan Goytisolo, que se limita a suscribir las "luminosas enseñanzas" de Castro (sic, aunque parezca mentira en tan notable escéptico) y a formar en el victimista pelotón de los escritores autoproclamados malditos, en tesitura de gran bonanza para su andorga y fama. Y es que, en España, fungir de marginado oficial proporciona excelentes utilidades de todo orden.
Al-Andalus, en suma, se halla en el punto de arranque no sólo de organismos oficiales o semioficiales con él relacionados (Casa Árabe, Legado Andalusí, Fundación Garaudy, Fundación Tres Culturas, Fundación Barenboim, etc. ), sino también con otros privados como la Fundación Atman y hasta con el eje principal de la política exterior del actual gobierno: la Alianza de Civilizaciones. Casi por descontado, todos estos entes propagandísticos y burocráticos están prendidos de los presupuestos del Estado en sus diversos disfraces y advocaciones. Otros, como el Real Instituto Elcano, se vuelcan en la promoción interna y externa de un hallazgo tan prodigioso como esa Alianza.
Sin embargo, es preciso insistir en que al-Andalus, o más bien la ficción sobre él construida, sustenta en el lado español gran parte de estas construcciones entre imaginarias y absurdas. No volveremos aquí a detallar lo irreal del mito o los mecanismos de pensamiento de quienes lo forjaron, pero sí debemos cuando menos recordar la gran responsabilidad que incumbe en ello a viajeros extranjeros románticos o prerrománticos que, a partir de elucubraciones erróneas de otros autores o de su propia observación equivocada, o interesada en dar una imagen falsa porque eso se vendía bien en la Europa coetánea, edificaron una España al gusto de sus búsquedas de pintoresquismo. Casi dos siglos más tarde, seguimos pagando las consecuencias de las fantasías de Irving, Ford o Mérimée: que Dios se apiade de nosotros.
Serafín Fanjul.
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