UNA CAMPAÑA QUE, EN BUENA MEDIDA, GANARON LOS CABALLOS… SOLO CON DEJARSE VER. LOS CABALLOS… Y MALINCHE.
Si, por casualidad, alguna dama con ascendencia de aquella Nueva España – y totalmente en su terreno - desea hacer algún comentario, puede ver que al final de cada post, el blogger se lo permite.
Alguno puede preguntarse ¿Qué se nos había perdido en América? Carlos I era el nieto de Isabel de Castilla y, naturalmente, seguía los dictados de su Testamento. No nos iría mal hoy, si algunos de sus contenidos estuviesen vigentes.
Si, por casualidad, alguna dama con ascendencia de aquella Nueva España – y totalmente en su terreno - desea hacer algún comentario, puede ver que al final de cada post, el blogger se lo permite.
Alguno puede preguntarse ¿Qué se nos había perdido en América? Carlos I era el nieto de Isabel de Castilla y, naturalmente, seguía los dictados de su Testamento. No nos iría mal hoy, si algunos de sus contenidos estuviesen vigentes.
La empresa más asombrosa que un español ha culminado con éxito en toda la Historia es la conquista del Imperio Azteca. Apenas mil hombres, mal armados, peor abastecidos y aislados, en un país inmenso y extraño poblado por caníbales, a miles de kilómetros de España y enemistados con el gobernador de Cuba. Mil hombres comandados por Hernán Cortés.
Bernal Díaz del Castillo, cronista en primera persona de la epopeya, se preguntará años después:
"Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos que me parece que las veo presentes [...] porque, ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos soldados, y aún no llegábamos a ellos, en una fuerte ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de nuestra Castilla más de mil quinientas leguas, y prender a tan gran señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?".
Cabe responder a Díaz del Castillo que, exceptuando a Pizarro – Perú; mira por donde - ninguno. La gesta de aquel grupo de españoles es irrepetible porque su artífice, Hernán Cortés, no se limitó a conquistar un imperio por la fuerza de las armas. Eso estaba ya muy visto. Cortés, arquetipo del conquistador español, con todas sus miserias y grandezas, empleó a partes iguales, en una combinación casi perfecta, ingenio militar, diplomacia cortesana y la testarudez que nos es tan propia a los hijos de la Piel de Toro.
Hernán Cortés había nacido en Medellín, un pueblecito extremeño, en el seno una familia hidalga que llegaba justita a fin de mes. Para que progresase en la vida lo enviaron a estudiar a Salamanca. Hernán, sin embargo, era poco amigo de los libros, y al poco se marchó a Sevilla para embarcar hacia América, la tierra prometida que Colón acababa de entregar en bandeja de plata a la reina. Se estableció en Santo Domingo como encomendero, hasta que Diego Velázquez le animó a unírsele en la conquista de Cuba. Aventurero como era, el extremeño se apuntó sin dudarlo. Le cayó en suerte nueva hacienda y la alcaldía de Baracoa, donde unos siglos después nacería un verdadero artista del ring, el estilista Legrá, el Puma de Baracoa.
Pero no era suficiente para el inquieto medellinense. Las expediciones que partían de Cuba para asentarse en Tierra Firme, que es como se conocía la costa del continente americano, salían escaldadas: unas no regresaban, y otras lo hacían en tan pésimo estado que el gobernador de Cuba veía peligrar su cómoda poltrona. Cortés, que todavía era joven, pensó que él era la persona indicada para la empresa. De salir bien, las ganancias podían ser sustanciosas, según lo que contaban los marineros que regresaban de la costa mexicana.
El oro vendría, además, a sanear sus deudas y a ponerle de buenas con el gobernador Velázquez, de quien se había distanciado por un asunto de faldas. Algo pendenciero, aficionado al juego y a las mujeres, había prometido matrimonio a la cuñada de Velázquez, Catalina Suárez, para luego, cobrada la presa, desdecirse como un genuino Don Juan, dejando a la novia tirada a los pies del altar, con el vestido comprado y las invitaciones del banquete enviadas; con los rulos puestos, vaya. Una perla de hombre. Díaz del Castillo le retrató con precisión de cirujano asegurando que era "travieso de mujeres e que se acuchilló algunas veces con hombres esforzados e diestros".
Reclutó 600 hombres y se apresuró a partir, antes de que Velázquez le echase el guante. El 10 de febrero de 1519 comenzó la odisea. Hernán Cortés tenía entonces 34 años, y no podía siquiera sospechar la hazaña que iba a realizar ni el lugar que la Historia le reservaba. Dieron vela hacia Cozumel, una islita frente a las costas de Yucatán. Allí se encontraron con un cura español, Jerónimo de Aguilar, que había caído en manos de los indios tras el naufragio de la expedición comandada por Juan de Valdivia. A los demás náufragos – excepto al capitán Gonzalo Guerrero, que echó raíces entre la indiada – se los habían comido.
Aguilar se unió a los hombres de Cortés. Fue un regalo caído del cielo. El clérigo conocía la lengua maya, vehículo imprescindible para ir ganando aliados en la costa. Cortés, muy a diferencia de otros españoles, cuyos rescates de oro se convertían frecuentemente en degollinas gratuitas de indios, pretendía ir guardándose las espaldas por si tenía que volver atrás. La flota continuó su camino y arribó a Tabasco, donde el capitán extremeño desplegó todos sus encantos para seducir al cacique local. Lo consiguió hasta tal punto que éste le entregó veinte mujeres en señal de amistad. Una de ellas era la india Malinche – El Dios de la lluvia, llora sobre México - bautizada como Marina, que terminaría siendo amante de Cortés y madre de uno de sus hijos, Martín Cortés, el primer mexicano. El resto pasaron a los oficiales, que las recibieron con aullidos de satisfacción.
Malinche hablaba maya y náhuatl, la lengua de los aztecas del interior. Era la pieza que a Cortés le faltaba. Sin Malinche los españoles jamás se hubiesen entendido con los tlaxcaltecas, sus principales aliados en la guerra contra Moctezuma, y, probablemente, Cortés nunca hubiera llegado a conquistar México. Tan importante fue su papel que todavía hoy, en México, el malinchismo es sinónimo de preferir lo extranjero a lo propio, es decir, lo contrario del chovinismo, ese vicio que figura en el muestrario de "virtudes" de nuestros vecinos franceses.
Con la retaguardia pacificada y el botín de indias a buen recaudo en los lechos de sus oficiales, Cortés prosiguió camino al norte. A Tecnochtitlán, la capital del imperio, había llegado la noticia de que unos hombres barbudos de piel clara merodeaban por la costa incordiando al personal. En lugar de enviar un ejército para castigar la arrogancia de los recién llegados, el emperador se sumió en un mar de dudas. Un mito muy arraigado en la cultura azteca decía que el dios Quetzalcoalt, enojado con los hombres por su mal comportamiento, había partido años atrás, prometiendo regresar por donde nace el sol. Los mexicas vivían la religiosidad profundamente, eran supersticiosos hasta la náusea y dedicaban infinidad de sacrificios humanos a aplacar la ira de los dioses. Moctezuma, que había interpretado la llegada del hombre blanco a sus costas como el regreso de Quetzalcoalt, no sabía que hacer.
Envió una embajada de buena voluntad para que se encontrase con los españoles y los colmara de regalos. Los emisarios confirmaron sus temores: eran, efectivamente, teules (dioses en náhuatl). Se trataba de hombres corpulentos, blancos y barbados, dotados de insólitos animales, sobre los que cabalgaban, y de aún más insólitos ingenios para la guerra, que daban pavor con sólo mirarlos. Cortés, ajeno al sin vivir de los aztecas pero sospechando que tanta amabilidad no venía a cuento, siguió rumbo al norte hasta recalar en Cempoala. Los totonacas de esta región estaban sometidos a Moctezuma, pero de muy mala gana, por lo que recibieron con agrado a los españoles. Cortés, astuto como siempre, hizo exhibición pública de sus cañones y de sus jinetes a galope por la playa. Para los indios no había duda: eran teules, y habían venido del otro lado del mar a ajustar cuentas con ese emperador que les freía a impuestos.
El caballo fascinaba y aterrorizaba a los indios. No existían en América animales domésticos de ese porte, tan versátiles, poderosos y letales en la guerra. Cortés, conocedor de que se encontraba solo en el fin del mundo, se afanó por conquistar la psicología de los indios, sacando el máximo provecho a la ligera pero decisiva superioridad tecnológica europea.
Mientras Cortés se dedicaba a hacer amigos, Velázquez había ordenado su captura allá donde se encontrase. El extremeño, que había cursado un par de años de Derecho en Salamanca, ingenió una ficción jurídica fundando una ciudad, Veracruz, para obtener así la independencia del gobernador. Pero su intención no era quedarse en la costa, sino internarse en el corazón del imperio y rendirlo. Para que nadie se echase a atrás, desarmó las naves que le habían llevado hasta allí y dejó a Juan de Escalante como alcalde de Veracruz.
Junto con un grupo de totonacas, emprendió el viaje hacia Tenochtitlán, flamante capital del imperio. La tropa de Cortés estaba compuesta por unos 400 españoles y 200 indios, armada de manera tan precaria que en Europa no hubiera conseguido conquistar ni un fortín de tercera, mal guarnecido: 16 caballos, 13 mosquetones, 10 cañones de bronce y 4 cañones ligeros. Un potencial, que cosas.
Antes de salir, los de Cempoala recomendaron a Cortés llegar a Tenochtitlán a través de Tlaxcala, una orgullosa ciudad mexica que desafiaba el poder del tatloani azteca. Los tlaxcaltecas, sin embargo, eran correosos e intratables. El capitán español no se arrugó: si no era por las buenas sería por las malas. Los tlaxcaltecas eran más, muchos más, y se jugaban nada menos que su independencia. Cortés perdió algunos soldados, pero no podía, ni quería, echarse atrás, porque es preferible "morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados" – ver fotografía del Credo Legionario – y acampó frente a la ciudad, disponiendo los cañones para repeler cualquier ataque.
El cacique de Tlaxcala, Xicotenga, harto de enviar los suyos al matadero, cambió de táctica. Envió como regalo cuatro mujeres, para que las sacrificasen y se las cenasen, junto a cuarenta indios, provistos de la guarnición. Los emisarios de Xicotenga tenían el encargo secreto de dar, por la noche, tras el festín, muerte a los españoles. Malinche, que les oyó cuchichear en náhuatl, denunció sus intenciones a Cortés y éste, sin pestañear, los detuvo. Mandó a sus hombres que les amputasen las manos. Hecho esto, los envió de vuelta. Entonces Xicotenga se rindió. Los españoles no sólo habían descubierto la celada, sino que habían dejado intactas a las cuatro mujeres; es decir, no se las habían comido. Algo inexplicable para el indio. Iba a ser verdad que eran dioses.
Tlaxcala estaba a tiro de piedra de Tenochtitlán, pero Cortés prefirió dar un rodeo. Muy cerca se encontraba la ciudad de Cholula, perrunamente fiel a Moctezuma. Ocupar la plaza era enviar, con menos desgaste, un último y definitivo mensaje al emperador. Los cholultecas, advertidos del brío que desplegaban los españoles en la guerra y de lo mortífero de sus armas, abrieron las puertas a Cortés sin demasiado entusiasmo.
Los aztecas eran un pozo de sorpresas. Pretendían deshacerse de los hombres de Cortés con una trampa. Cavaron pozos ocultos en las calles, en cuyos fondos instalaron estacas afiladas. El plan era que, al pasar la caballería, el arma más temida, cayesen los jinetes en las fosas, desgraciando de paso sus monturas. Neutralizados los caballos, los guerreros de Cholula atacarían al resto y los harían prisioneros, para sacrificarlos en Tenochtitlán.
Malinche – pieza clave, como se puede comprobar - volvió a descubrir la encerrona. Cortés, entre la espada y la pared, vio que lo único que podía hacer era dar un escarmiento ejemplar, para persuadir a sus anfitriones de que, con él, las mandangas eran inútiles. Se reunió con sus hombres y les ordenó que batiesen la ciudad matando a todo el que estuviese al alcance de sus espadas. La escabechina fue terrible. Sólo se salvaron los jóvenes que los sacerdotes tenían encerrados y en engorde para ser devorados en espantosas ceremonias antropofágicas.
A Moctezuma no le quedaba elección: o aceptaba a los españoles o sucumbía. Cortés se dispuso a entrar en la capital y culminar su conquista. Tenochtitlán era grandiosa. Los españoles no se habían encontrado en América nada parecido, ni se lo volverían a encontrar. Estaba enclavada en una isla del lago Texcoco – ahora buscan agua desesperadamente -. Albergaba no menos de 200.000 habitantes, en una época en la que Sevilla, la ciudad más poblada de España, llegaba rabiando a los 60.000. Sólo el centro ceremonial contaba con 100.000 metros cuadrados de templos y palacios. Sus habitantes se movían por anchas avenidas y una soberbia red de canales, digna de la Venecia barroca. Pues bien, todo eso, el 8 de noviembre de 1519, un hidalgo de Medellín, trotamundos y ambicioso, lo hizo suyo.
Moctezuma recibió a Cortés acongojado. Los teules por fin estaban en Tenochtitlán, habían vuelto. Cortés se bajó ceremonioso del caballo, tomó posesión de la ciudad en nombre de Carlos I, otro emperador – que se encontraba a miles de kilómetros, ajeno a todo el cotarro – y a Moctezuma le puso al cuello un collar de cuentas de vidrio, baratija que, curiosamente, fue más útil para conquistar América que los cañones.
Se alojaron en un palacio, el de Axayacátl, rodeados de lujos, viandas y un harén de serviciales mexicas para cada uno. El paraíso en la tierra. Por si las moscas, tomaron a Moctezuma como rehén: después de lo visto, de los aztecas no había quien se fiase.
En Cuba, Diego Velázquez, se enteró de que Cortés había fundado una ciudad a sus espaldas y se encontraba, también a sus espaldas, de conquista en tierra firme, cobrando incontables riquezas. Comisionó a Pánfilo de Narváez para que se dirigiese a México con 1.400 hombres a apresar al insubordinado. Cortés, alertado por los indios de la expedición, partió de Tenochtitlán, dejando al mando a Pedro de Alvarado. Ése podía ser el fin de su aventura, pero no se arredró: tendió una emboscada y capturó a Narváez. La hueste enviada por Velázquez, no demasiado motivada y engolosinada por las riquezas del Azteca, se unió a Cortés. Asunto resuelto.
En Tenochtitlán, Alvarado, que no tenía ni la mitad de talento que su jefe, temiendo una rebelión de los aztecas desató una matanza de aristócratas. Cortés aceleró el paso para regresar y serenar los ánimos, pero ya era tarde. El pueblo, indignado, se concentró frente al palacio, a cuyo balcón salió Moctezuma para calmar a la plebe. Al verle, Cuatemoc, sobrino del tatloani, lanzó una pedrada con tanta fuerza que le descalabró.
Cortés ordenó la evacuación de la ciudad. En la huida, los mexicas mataron a flechazos y a palos a unos 800 españoles. Aquella noche – la Noche Triste - Cortés la pasó, magullado y vencido, en compañía de los pocos que le quedaban y de la leal Malinche. Fue la Noche Triste de Hernán Cortés. Lo había perdido todo, o casi.
La voluntad del extremeño era, sin embargo, inquebrantable. Decidió contraatacar, pero esta vez para sojuzgarla de verdad, destruirla y alzar sobre sus ruinas una nueva ciudad, a la medida de sus conquistadores. Se refugió junto a su mermado ejército en Tlaxcala. Allí, durante meses mascó la venganza y trazó un plan de ataque. Asoló la comarca, haciendo marcar a fuego una G de guerra en la espalda de quienes se le oponían. Una vez estuvo madura la fruta, puso sitio a Tenochtitlán. Carecía de material de asedio, pero iba sobrado de maña. Si la ciudad se encontraba en un lago, habría que rendirla con barcos. Los mandó construir.
Valiéndose de los conocimientos de algunos soldados, armó una escuadra de bergantines y la botó en el lago. La batalla por Tenochtitlán duró más de dos meses. Fue el único combate naval de la historia librado a 400 kilómetros de la costa y a 2.200 metros de altura. Los aztecas resistieron heroicamente, hasta que les faltó el agua. Como hiciese Escipión Emiliano en Numancia quince siglos antes, Cortés cortó el suministro de agua potable. Lo que son las cosas: los celtíberos, antepasados de los españoles, que habían sufrido la conquista romana, se habían convertido ahora en los conquistadores.
A principios de agosto, Cuatemoc, el último tatloani, salió de la ciudad en una canoa, huyendo de las tropas españolas que arrasaban Tenochtitlán. El capitán García Holguín la interceptó y detuvo a sus ocupantes. Llevado ante Cortés, el emperador dijo entre lágrimas: "Ya he hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y no puedo más. Puesto que vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma este puñal que tienes en la cintura y mátame enseguida con él". Cortés, conmovido por tanta nobleza, le dejó con vida.
El 13 de agosto de 1521 el orgulloso Imperio Azteca escribía su última página en la historia: la de su rendición. Las cenizas de un imperio vendrían a abonar las raíces de otro. México se convirtió en la posesión más preciada de la Corona, tanto que recibió el nombre de Nueva España. Durante tres largos y laboriosos siglos, lo indígena y lo español se mezclaron, alumbrando el mestizo y fascinante México actual, que con sus 106 millones de habitantes es la nación con más hispanohablantes del planeta. Nunca le han dedicado un monumento a Cortés. Ni falta que hace: México es su monumento.
Basado en un trabajo de Fernando Díaz Villanueva.
Bernal Díaz del Castillo, cronista en primera persona de la epopeya, se preguntará años después:
"Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos que me parece que las veo presentes [...] porque, ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos soldados, y aún no llegábamos a ellos, en una fuerte ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de nuestra Castilla más de mil quinientas leguas, y prender a tan gran señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?".
Cabe responder a Díaz del Castillo que, exceptuando a Pizarro – Perú; mira por donde - ninguno. La gesta de aquel grupo de españoles es irrepetible porque su artífice, Hernán Cortés, no se limitó a conquistar un imperio por la fuerza de las armas. Eso estaba ya muy visto. Cortés, arquetipo del conquistador español, con todas sus miserias y grandezas, empleó a partes iguales, en una combinación casi perfecta, ingenio militar, diplomacia cortesana y la testarudez que nos es tan propia a los hijos de la Piel de Toro.
Hernán Cortés había nacido en Medellín, un pueblecito extremeño, en el seno una familia hidalga que llegaba justita a fin de mes. Para que progresase en la vida lo enviaron a estudiar a Salamanca. Hernán, sin embargo, era poco amigo de los libros, y al poco se marchó a Sevilla para embarcar hacia América, la tierra prometida que Colón acababa de entregar en bandeja de plata a la reina. Se estableció en Santo Domingo como encomendero, hasta que Diego Velázquez le animó a unírsele en la conquista de Cuba. Aventurero como era, el extremeño se apuntó sin dudarlo. Le cayó en suerte nueva hacienda y la alcaldía de Baracoa, donde unos siglos después nacería un verdadero artista del ring, el estilista Legrá, el Puma de Baracoa.
Pero no era suficiente para el inquieto medellinense. Las expediciones que partían de Cuba para asentarse en Tierra Firme, que es como se conocía la costa del continente americano, salían escaldadas: unas no regresaban, y otras lo hacían en tan pésimo estado que el gobernador de Cuba veía peligrar su cómoda poltrona. Cortés, que todavía era joven, pensó que él era la persona indicada para la empresa. De salir bien, las ganancias podían ser sustanciosas, según lo que contaban los marineros que regresaban de la costa mexicana.
El oro vendría, además, a sanear sus deudas y a ponerle de buenas con el gobernador Velázquez, de quien se había distanciado por un asunto de faldas. Algo pendenciero, aficionado al juego y a las mujeres, había prometido matrimonio a la cuñada de Velázquez, Catalina Suárez, para luego, cobrada la presa, desdecirse como un genuino Don Juan, dejando a la novia tirada a los pies del altar, con el vestido comprado y las invitaciones del banquete enviadas; con los rulos puestos, vaya. Una perla de hombre. Díaz del Castillo le retrató con precisión de cirujano asegurando que era "travieso de mujeres e que se acuchilló algunas veces con hombres esforzados e diestros".
Reclutó 600 hombres y se apresuró a partir, antes de que Velázquez le echase el guante. El 10 de febrero de 1519 comenzó la odisea. Hernán Cortés tenía entonces 34 años, y no podía siquiera sospechar la hazaña que iba a realizar ni el lugar que la Historia le reservaba. Dieron vela hacia Cozumel, una islita frente a las costas de Yucatán. Allí se encontraron con un cura español, Jerónimo de Aguilar, que había caído en manos de los indios tras el naufragio de la expedición comandada por Juan de Valdivia. A los demás náufragos – excepto al capitán Gonzalo Guerrero, que echó raíces entre la indiada – se los habían comido.
Aguilar se unió a los hombres de Cortés. Fue un regalo caído del cielo. El clérigo conocía la lengua maya, vehículo imprescindible para ir ganando aliados en la costa. Cortés, muy a diferencia de otros españoles, cuyos rescates de oro se convertían frecuentemente en degollinas gratuitas de indios, pretendía ir guardándose las espaldas por si tenía que volver atrás. La flota continuó su camino y arribó a Tabasco, donde el capitán extremeño desplegó todos sus encantos para seducir al cacique local. Lo consiguió hasta tal punto que éste le entregó veinte mujeres en señal de amistad. Una de ellas era la india Malinche – El Dios de la lluvia, llora sobre México - bautizada como Marina, que terminaría siendo amante de Cortés y madre de uno de sus hijos, Martín Cortés, el primer mexicano. El resto pasaron a los oficiales, que las recibieron con aullidos de satisfacción.
Malinche hablaba maya y náhuatl, la lengua de los aztecas del interior. Era la pieza que a Cortés le faltaba. Sin Malinche los españoles jamás se hubiesen entendido con los tlaxcaltecas, sus principales aliados en la guerra contra Moctezuma, y, probablemente, Cortés nunca hubiera llegado a conquistar México. Tan importante fue su papel que todavía hoy, en México, el malinchismo es sinónimo de preferir lo extranjero a lo propio, es decir, lo contrario del chovinismo, ese vicio que figura en el muestrario de "virtudes" de nuestros vecinos franceses.
Con la retaguardia pacificada y el botín de indias a buen recaudo en los lechos de sus oficiales, Cortés prosiguió camino al norte. A Tecnochtitlán, la capital del imperio, había llegado la noticia de que unos hombres barbudos de piel clara merodeaban por la costa incordiando al personal. En lugar de enviar un ejército para castigar la arrogancia de los recién llegados, el emperador se sumió en un mar de dudas. Un mito muy arraigado en la cultura azteca decía que el dios Quetzalcoalt, enojado con los hombres por su mal comportamiento, había partido años atrás, prometiendo regresar por donde nace el sol. Los mexicas vivían la religiosidad profundamente, eran supersticiosos hasta la náusea y dedicaban infinidad de sacrificios humanos a aplacar la ira de los dioses. Moctezuma, que había interpretado la llegada del hombre blanco a sus costas como el regreso de Quetzalcoalt, no sabía que hacer.
Envió una embajada de buena voluntad para que se encontrase con los españoles y los colmara de regalos. Los emisarios confirmaron sus temores: eran, efectivamente, teules (dioses en náhuatl). Se trataba de hombres corpulentos, blancos y barbados, dotados de insólitos animales, sobre los que cabalgaban, y de aún más insólitos ingenios para la guerra, que daban pavor con sólo mirarlos. Cortés, ajeno al sin vivir de los aztecas pero sospechando que tanta amabilidad no venía a cuento, siguió rumbo al norte hasta recalar en Cempoala. Los totonacas de esta región estaban sometidos a Moctezuma, pero de muy mala gana, por lo que recibieron con agrado a los españoles. Cortés, astuto como siempre, hizo exhibición pública de sus cañones y de sus jinetes a galope por la playa. Para los indios no había duda: eran teules, y habían venido del otro lado del mar a ajustar cuentas con ese emperador que les freía a impuestos.
El caballo fascinaba y aterrorizaba a los indios. No existían en América animales domésticos de ese porte, tan versátiles, poderosos y letales en la guerra. Cortés, conocedor de que se encontraba solo en el fin del mundo, se afanó por conquistar la psicología de los indios, sacando el máximo provecho a la ligera pero decisiva superioridad tecnológica europea.
Mientras Cortés se dedicaba a hacer amigos, Velázquez había ordenado su captura allá donde se encontrase. El extremeño, que había cursado un par de años de Derecho en Salamanca, ingenió una ficción jurídica fundando una ciudad, Veracruz, para obtener así la independencia del gobernador. Pero su intención no era quedarse en la costa, sino internarse en el corazón del imperio y rendirlo. Para que nadie se echase a atrás, desarmó las naves que le habían llevado hasta allí y dejó a Juan de Escalante como alcalde de Veracruz.
Junto con un grupo de totonacas, emprendió el viaje hacia Tenochtitlán, flamante capital del imperio. La tropa de Cortés estaba compuesta por unos 400 españoles y 200 indios, armada de manera tan precaria que en Europa no hubiera conseguido conquistar ni un fortín de tercera, mal guarnecido: 16 caballos, 13 mosquetones, 10 cañones de bronce y 4 cañones ligeros. Un potencial, que cosas.
Antes de salir, los de Cempoala recomendaron a Cortés llegar a Tenochtitlán a través de Tlaxcala, una orgullosa ciudad mexica que desafiaba el poder del tatloani azteca. Los tlaxcaltecas, sin embargo, eran correosos e intratables. El capitán español no se arrugó: si no era por las buenas sería por las malas. Los tlaxcaltecas eran más, muchos más, y se jugaban nada menos que su independencia. Cortés perdió algunos soldados, pero no podía, ni quería, echarse atrás, porque es preferible "morir por buenos, como dicen los cantares, que vivir deshonrados" – ver fotografía del Credo Legionario – y acampó frente a la ciudad, disponiendo los cañones para repeler cualquier ataque.
El cacique de Tlaxcala, Xicotenga, harto de enviar los suyos al matadero, cambió de táctica. Envió como regalo cuatro mujeres, para que las sacrificasen y se las cenasen, junto a cuarenta indios, provistos de la guarnición. Los emisarios de Xicotenga tenían el encargo secreto de dar, por la noche, tras el festín, muerte a los españoles. Malinche, que les oyó cuchichear en náhuatl, denunció sus intenciones a Cortés y éste, sin pestañear, los detuvo. Mandó a sus hombres que les amputasen las manos. Hecho esto, los envió de vuelta. Entonces Xicotenga se rindió. Los españoles no sólo habían descubierto la celada, sino que habían dejado intactas a las cuatro mujeres; es decir, no se las habían comido. Algo inexplicable para el indio. Iba a ser verdad que eran dioses.
Tlaxcala estaba a tiro de piedra de Tenochtitlán, pero Cortés prefirió dar un rodeo. Muy cerca se encontraba la ciudad de Cholula, perrunamente fiel a Moctezuma. Ocupar la plaza era enviar, con menos desgaste, un último y definitivo mensaje al emperador. Los cholultecas, advertidos del brío que desplegaban los españoles en la guerra y de lo mortífero de sus armas, abrieron las puertas a Cortés sin demasiado entusiasmo.
Los aztecas eran un pozo de sorpresas. Pretendían deshacerse de los hombres de Cortés con una trampa. Cavaron pozos ocultos en las calles, en cuyos fondos instalaron estacas afiladas. El plan era que, al pasar la caballería, el arma más temida, cayesen los jinetes en las fosas, desgraciando de paso sus monturas. Neutralizados los caballos, los guerreros de Cholula atacarían al resto y los harían prisioneros, para sacrificarlos en Tenochtitlán.
Malinche – pieza clave, como se puede comprobar - volvió a descubrir la encerrona. Cortés, entre la espada y la pared, vio que lo único que podía hacer era dar un escarmiento ejemplar, para persuadir a sus anfitriones de que, con él, las mandangas eran inútiles. Se reunió con sus hombres y les ordenó que batiesen la ciudad matando a todo el que estuviese al alcance de sus espadas. La escabechina fue terrible. Sólo se salvaron los jóvenes que los sacerdotes tenían encerrados y en engorde para ser devorados en espantosas ceremonias antropofágicas.
A Moctezuma no le quedaba elección: o aceptaba a los españoles o sucumbía. Cortés se dispuso a entrar en la capital y culminar su conquista. Tenochtitlán era grandiosa. Los españoles no se habían encontrado en América nada parecido, ni se lo volverían a encontrar. Estaba enclavada en una isla del lago Texcoco – ahora buscan agua desesperadamente -. Albergaba no menos de 200.000 habitantes, en una época en la que Sevilla, la ciudad más poblada de España, llegaba rabiando a los 60.000. Sólo el centro ceremonial contaba con 100.000 metros cuadrados de templos y palacios. Sus habitantes se movían por anchas avenidas y una soberbia red de canales, digna de la Venecia barroca. Pues bien, todo eso, el 8 de noviembre de 1519, un hidalgo de Medellín, trotamundos y ambicioso, lo hizo suyo.
Moctezuma recibió a Cortés acongojado. Los teules por fin estaban en Tenochtitlán, habían vuelto. Cortés se bajó ceremonioso del caballo, tomó posesión de la ciudad en nombre de Carlos I, otro emperador – que se encontraba a miles de kilómetros, ajeno a todo el cotarro – y a Moctezuma le puso al cuello un collar de cuentas de vidrio, baratija que, curiosamente, fue más útil para conquistar América que los cañones.
Se alojaron en un palacio, el de Axayacátl, rodeados de lujos, viandas y un harén de serviciales mexicas para cada uno. El paraíso en la tierra. Por si las moscas, tomaron a Moctezuma como rehén: después de lo visto, de los aztecas no había quien se fiase.
En Cuba, Diego Velázquez, se enteró de que Cortés había fundado una ciudad a sus espaldas y se encontraba, también a sus espaldas, de conquista en tierra firme, cobrando incontables riquezas. Comisionó a Pánfilo de Narváez para que se dirigiese a México con 1.400 hombres a apresar al insubordinado. Cortés, alertado por los indios de la expedición, partió de Tenochtitlán, dejando al mando a Pedro de Alvarado. Ése podía ser el fin de su aventura, pero no se arredró: tendió una emboscada y capturó a Narváez. La hueste enviada por Velázquez, no demasiado motivada y engolosinada por las riquezas del Azteca, se unió a Cortés. Asunto resuelto.
En Tenochtitlán, Alvarado, que no tenía ni la mitad de talento que su jefe, temiendo una rebelión de los aztecas desató una matanza de aristócratas. Cortés aceleró el paso para regresar y serenar los ánimos, pero ya era tarde. El pueblo, indignado, se concentró frente al palacio, a cuyo balcón salió Moctezuma para calmar a la plebe. Al verle, Cuatemoc, sobrino del tatloani, lanzó una pedrada con tanta fuerza que le descalabró.
Cortés ordenó la evacuación de la ciudad. En la huida, los mexicas mataron a flechazos y a palos a unos 800 españoles. Aquella noche – la Noche Triste - Cortés la pasó, magullado y vencido, en compañía de los pocos que le quedaban y de la leal Malinche. Fue la Noche Triste de Hernán Cortés. Lo había perdido todo, o casi.
La voluntad del extremeño era, sin embargo, inquebrantable. Decidió contraatacar, pero esta vez para sojuzgarla de verdad, destruirla y alzar sobre sus ruinas una nueva ciudad, a la medida de sus conquistadores. Se refugió junto a su mermado ejército en Tlaxcala. Allí, durante meses mascó la venganza y trazó un plan de ataque. Asoló la comarca, haciendo marcar a fuego una G de guerra en la espalda de quienes se le oponían. Una vez estuvo madura la fruta, puso sitio a Tenochtitlán. Carecía de material de asedio, pero iba sobrado de maña. Si la ciudad se encontraba en un lago, habría que rendirla con barcos. Los mandó construir.
Valiéndose de los conocimientos de algunos soldados, armó una escuadra de bergantines y la botó en el lago. La batalla por Tenochtitlán duró más de dos meses. Fue el único combate naval de la historia librado a 400 kilómetros de la costa y a 2.200 metros de altura. Los aztecas resistieron heroicamente, hasta que les faltó el agua. Como hiciese Escipión Emiliano en Numancia quince siglos antes, Cortés cortó el suministro de agua potable. Lo que son las cosas: los celtíberos, antepasados de los españoles, que habían sufrido la conquista romana, se habían convertido ahora en los conquistadores.
A principios de agosto, Cuatemoc, el último tatloani, salió de la ciudad en una canoa, huyendo de las tropas españolas que arrasaban Tenochtitlán. El capitán García Holguín la interceptó y detuvo a sus ocupantes. Llevado ante Cortés, el emperador dijo entre lágrimas: "Ya he hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y no puedo más. Puesto que vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma este puñal que tienes en la cintura y mátame enseguida con él". Cortés, conmovido por tanta nobleza, le dejó con vida.
El 13 de agosto de 1521 el orgulloso Imperio Azteca escribía su última página en la historia: la de su rendición. Las cenizas de un imperio vendrían a abonar las raíces de otro. México se convirtió en la posesión más preciada de la Corona, tanto que recibió el nombre de Nueva España. Durante tres largos y laboriosos siglos, lo indígena y lo español se mezclaron, alumbrando el mestizo y fascinante México actual, que con sus 106 millones de habitantes es la nación con más hispanohablantes del planeta. Nunca le han dedicado un monumento a Cortés. Ni falta que hace: México es su monumento.
Basado en un trabajo de Fernando Díaz Villanueva.
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