martes, 3 de julio de 2007

LÍBANO; TERRORISMO, GUERRA, PACIFISMO.-

Cualquier ataque a las tropas españolas, en cualquier parte del mundo, queda reducido a un impacto moral y psíquico que constituye la esencia del terrorismo, y sume a la sociedad española en el estado de debilidad heredado del 11M.
¿TERRORISMO? RESULTADOS MATERIALES, EFECTOS MORALES.
El DRAE define terrorismo como 1. m. Dominación por el terror. 2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror. 3. m. Actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos. El terror es así, en primer lugar, un instrumento de dominación. En segundo lugar, es un objetivo de la acción violenta. En tercer lugar, el terrorismo es la acción criminal, cuya finalidad es crear alarma social. Es decir, su definición recorre lo táctico, lo estratégico y lo político.
De sobra es conocida la incapacidad de las Naciones Unidas y aún de la Unión Europea de encontrar una definición para el terrorismo. Todas las tentativas que a lo largo de la historia ha hecho la ONU para definir el terrorismo han fracasado; demasiados grupos y países quedarían retratados en sus actividades y tratos con diversos grupos. Siguiendo las señaladas en el excelente análisis de Juan Avilés (“
¿Es posible y necesario definir el terrorismo?”), la resolución 1269 (oct 1999) lo define como “cualquier otro acto destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil o a cualquier otra persona que no participe directamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado, cuando, el propósito de dicho acto, por su naturaleza ó contexto, sea intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo”.
Estados Unidos define terrorismo como “Violencia premeditada y con motivos políticos perpetrada contra objetivos civiles por grupos subnacionales o agentes clandestinos, generalmente con la intención de influenciar a un público determinado.”(Cód. Estados Unidos, título 22, 2656f) De la definición norteamericana se desprenden dos características; en primer lugar, el terrorismo es un acto contra un civil o un no-combatiente, cuya finalidad es, en segundo lugar, influenciar gravemente a la población y persuadir de actuar a sus representantes. Así las cosas, no será necesario ir demasiado lejos para encontrar su expresión más perfecta, la relacionada con los ataques del 11 de marzo de 2004.
El terrorismo parece apuntar así a la relación dialéctica entre los efectos materiales logrados por el ataque (la muerte de un profesor o un político, la voladura de una terminal aereoportuaria, la muerte de cien personas en el metro de Londres) y los efectos morales causados en la población; la psicosis, el terror, la parálisis cívica, la retirada política. El éxito terrorista se produce cuando la moral social se quiebra con escasos medios materiales; su fracaso, cuando la destrucción material, por brutal que sea, no alcanza la moral de los ciudadanos.
LÍBANO: NORMALIDAD Y EXCEPCIONALIDAD POLÍTICA.
El domingo 24 de marzo, el ataque a los soldados españoles en Líbano es recibido en España como un acto terrorista; televisiones, periódicos y emisoras de radio informan del ataque terrorista contra nuestros soldados, convierten a éstos en víctimas, remarcan sus actividades en busca de la paz. La sentimentalización de los hechos, la histeria mediática acompañan a los muertos y a sus familiares. Tratado en España como acto de terrorismo, la referencia obligada es a las dos características antes citadas; el ataque contra civiles no-combatientes y los efectos morales sobre la población civil.
¿No-combatientes? En el derecho de guerra, el civil es no-combatiente, identificación evidente por lo menos hasta el siglo de la guerra total; los movimientos de resistencia nacional y las guerrillas comunistas y ahora islamistas buscan precisamente identificar lo civil y lo combatiente; como sujetos de violencia, se emboscan y esconden entre la población y se mimetizan con ella. Como objetivo de ella, buscan minar la legitimidad democrática provocando ataques sobre aquellos entre quienes se esconden. La lucha de los grupos islamistas hoy en día se basa precisamente en la ruptura premeditada y voluntaria de la distinción entre combatientes y no-combatientes.
En consecuencia, Occidente combate con un derecho de guerra que sólo él cumple y se obliga a cumplir, y que sus adversarios usan en su contra en Irak, Palestina, Afganistán o Líbano. En la guerra contra el islamismo, sólo Occidente respeta las leyes del clásico derecho de guerra, empezando por la primera de ella; la identificación clara y distinta del combatiente; su uniforme, sus insignias, sus banderas. Así se hacen voluntariamente blanco de sus oponentes, unos oponentes que hacen precisamente de la ocultación su estado estratégico fundamental.
Pero el uniforme traspasa al individuo la legitimidad de la colectividad. ¿Qué diferencia a un agente uniformado de la policía en Europa de un militar uniformado de patrulla por Líbano? Uno y otro encarnan a su país, visten uniforme, portan armas abiertamente. Materialmente nada diferencia un coche bomba en el corazón de una capital europea del coche bomba que estalla al paso de un blindado español en Líbano o norteamericano en Faluya. Ambos son, desde este punto de vista, actos igualmente terroristas.
Pero la violencia en sí no dice nada de ella misma. Si lo anterior es cierto, nada diferenciará el tiro en la nuca en Rentería del coche bomba en Líbano. Pero la violencia se define políticamente; ella da sentido a la violencia, la legitima a los ojos de uno y la hace rechazable a los ojos de otros. De la política se siguen además los efectos estratégicos; en el caso del terrorismo, el ataque a civiles o no-combatientes, primero, y la búsqueda de un efecto psicológico en la sociedad, después. Por eso la primera diferencia entre ambas figuras es la forma de encarnar al Estado y su política; el policía encarna la normalidad institucional y social; el militar, el estado de excepción y la emergencia política.
En la tradición clásica europea, todo civil es no-combatiente, pero no todo militar es combatiente; lo es en el momento en el que se produce la declaración de guerra o del estado de guerra. Mientras el militar no se convierte en soldado en sentido estricto, no parece que sea combatiente. Los crímenes contra militares de alta graduación cuando salen de casa despidiéndose de su mujer e hijos, lejos de su uniforme y lo que éste representa, son un evidente ejemplo de militares convertidos ilegítimamente en blancos terroristas. El tiroteo en el portal de un militar es un crimen; el tiroteo en el campo de batalla es una acción legítima, exista la desproporción de fuerzas o la sorpresa total en la acción efectuada.
Es la declaración de guerra la que, teóricamente, convierte al militar en combatiente; cuando al orden político sigue, afirma Carl Schmitt, el estado de excepcionalidad política. Pero antes de eso, el terrorismo se hace patente cuando destruye el orden social, cuando rompe la normalidad política e institucional. Es entonces cuando hablamos propiamente de terrorismo; la ruptura del orden natural de la comunidad, desde el tiro en la nuca hasta los aviones estrellándose en Manhattan, tiene un efecto moral en la sociedad que trasciende, con mucho, los efectos materiales de los ataques. En el año 2004, una nación como la española podía aguantar materialmente el asesinato de 192 compatriotas; pero lo cierto es que moralmente se rompió, forzó un cambio de Gobierno y un cambio en la política exterior de nuestro país.
Esto establece una primera distinción para nuestro caso; Líbano es, desde hace demasiado tiempo, tierra de excepcionalidad, no ya democrática, sino social. La acción de las bandas armadas pro siria y proiraníes y el integrismo islámico convierten al País de los Cedros en un agujero negro de la normalidad social. El Líbano es una zona de guerra, si entendemos ésta como la ausencia de un orden político y la presencia continua de la violencia. Las imágenes de los enfrentamientos entre el Ejército del Líbano y los islamistas en Nahar al Bared muestran un espacio político de violencia y destrucción. Más allá incluso de un estado de guerra que nadie ha declarado, la situación de Líbano se desliza hacia la violencia y la guerra total.
Así, la imagen de los BMR armados, de los soldados pertrechados con chalecos antibalas y armas largas nos sitúa, de facto, en un espacio violento, de excepcionalidad absoluta. Desde que las tropas españolas llegaron en septiembre, los episodios violentos a su alrededor han sido constantes, en ocasiones ellas mismas han tenido roces con HIzboláh y demás grupos totalitarios. Desde 2006, la inmersión militar española en un mundo dominado por la violencia es voluntaria y posterior a su nacimiento; una conciencia intelectual y moral de esta situación sitúa la contrapuesta al terrorista más allá de lo que éste, en principio, parece materialmente capaz de lograr. La conciencia nacional del peligro de muertes aumenta la distancia entre el ataque material y el efecto moral; lo hace más lejano, y cuando se produce, lo hace menor.
La muerte el 11M puede ser un golpe moral para la sociedad democrática; la muerte en Irak o ahora en Líbano, por esperada, debe reducir considerablemente el golpe. La guerra, también la terrorista, es ante todo un choque de voluntades, donde el elemento moral domina sobre el físico. Tan cierto en la era de la guerra moderna como en la era de la guerra contra el terrorismo, que Occidente libra anclada aún en la guerra moderna, sujeta a leyes y principios. La conciencia de esta asimetría moral parece ser lo que está en juego; en el momento en que las sociedades democráticas conciban la superioridad humana de una forma de hacer la guerra frente a otra, el terrorista tendrá más difícil el logro de sus objetivos.
Pero en un mundo situado más allá de la propia guerra acotada y limitada, los militares españoles se presentan como combatientes; identificados como soldados de la ONU, patrullando bajo la enseña nacional, visten uniformes, portan armas y cumplen las normas de un derecho de guerra que sólo ellos en la región respetan. Reglas que los sitúan en desventaja, que en cuanto reconocida parece serlo menos, y de las que no extraen su indudable superioridad ética.
Conscientes los soldados españoles de la situación sobre el terreno, portadores de un derecho de guerra clásico, se mueven en un medio ni clásico ni sujeto a derecho. Si esto es así, el ataque del pasado domingo no sería ni un ataque contra civiles, ni contra militares no-combatientes, sino contra soldados, combatientes plenamente conscientes de ello y que se comportan como tal; pese al vacío proporcionado por su gobierno, los militares españoles usan tácticas militares, se comportan como soldados, reaccionan tácticamente como tales. Desde este punto de vista, parece obligado concluir que el ataque del domingo es un acto vil y cobarde, pero no un acto terrorista, no al menos como periodistas y políticos afirman en España desde el pasado domingo.
¿Cómo puede un coche bomba no ser un acto de terrorismo? La pregunta apunta al hecho material del ataque, no a su sentido político y estratégico. El coche bomba puede ser uno de los métodos favoritos del terrorista, pero sus características materiales no son esencialmente distintas de otro tipo de acciones violentas; tácticas militares constituyen indudables actos terroristas, siempre y cuando busquen un efecto moral absolutamente desproporcionado respecto al efecto material. El uso de morteros, de granadas anticarro, de fusiles automáticos no dice nada más allá de sí mismos. Es su uso y su sentido político lo que los convierte en acciones terroristas o en legítimos uso de la fuerza. Su sentido, evidente, es la expulsión de las tropas europeas de Oriente Medio.
Uso de la fuerza, violencia diaria que constituye la normalidad libanesa en junio de 2006; ¿cómo no convenir en que el ataque contra los españoles se enmarca dentro de la normalidad en que se desenvuelven? cuando la violencia constituye la norma, el impacto moral carece de sentido; los blancos blindados de Naciones Unidas constituyen y constituirán un objetivo apetecible para los terroristas islámicos. Esa es la norma que nadie, en su sano juicio, puede nunca olvidar. Definida o no como guerra, lo cierto es que la realidad política y violenta que AlQaeda, Hezbolá o Hamás llevan a cabo tiene como propósito llevarse por delante la democracia y la libertad, Israel y las tropas occidentales mediante.
EL TERRORISTA Y EL PACIFISTA.
Si esto es así, la extraña conclusión es que el ataque del pasado domingo contra las tropas españolas no fue, en sentido estricto, un acto de terrorismo. Escandalosa afirmación, derivada del hecho de que fue realizado en una zona de guerra, en un entorno hostil merodeado por fuerzas hostiles. Ni los soldados ni el Gobierno ni la opinión pública española tenían derecho a sentirse sorprendidos o golpeados moralmente por las muertes. Del carácter vil y cobarde del ataque no se deriva su condición de terrorismo; no en la medida en que su objetivo estaba claramente definido, y su finalidad es conocida por todos los actores.
¿Dónde queda rota esta argumentación? Recibida la noticia en una sociedad y un Gobierno que no sólo rechazan la guerra, sino también el mismo hecho de la lucha, el ataque sólo puede ser considerado como acto terrorista; puesto que el uso de la violencia carece de sentido, todo uso de ella es, para los profetas del ¡No a la Guerra¡, atentado, crimen y asesinato. Cualquier ataque a las tropas españolas, en cualquier parte del mundo, queda reducida a un impacto moral y psíquico que constituye la esencia del terrorismo, y sume a la sociedad española en el estado de debilidad heredado del 11M. Desde que España dio la espalda a cualquier tipo de guerra, abrió la puerta a todo tipo de terrorismo, incluso aquel que, por sus características, no debiera serlo. A la histeria pacifista sigue la histeria terrorista.
Cuando el uso de la fuerza carece de sentido, las operaciones militares propias quedan limitadas a la defensa; desde este punto de vista, las tropas españolas van a protegerse, y a la doble naturaleza de la estrategia, defensa y ataque, se le mutila la segunda parte; los blindados pasan a ser instrumentos defensivos, los inhibidores los aparatos claves, las torretas y los sacos terrenos los medios necesarios. Pero, introducida en un medio violento como Afganistán y Líbano, toda precaución tiene su límite; en la dialéctica entre oponentes, la ventaja de uno da paso a la ventaja de otro. Nadie está libre de esta ley eterna de la estrategia.
En consecuencia, ante un país escasamente preparado intelectual y moralmente, todo ataque contra sus tropas adquiere el carácter de atentado terrorista. En consecuencia, España se licua en un mar de lágrimas, en una apología machacona de la paz y de las operaciones de Naciones Unidas. Negándose así misma la capacidad de reaccionar y combatir el terrorismo, trasladada a sus militares la mentalidad de defensa y de derrota, España saca la bandera blanca, y lo hace públicamente. Y en Madrid o Beirut, la reacción ante el ataque a ciudadanos españoles brilla por su ausencia. A la histeria pacifista sigue la histeria derrotista.
La desesperanza surge en el momento en que se llega a la conclusión de que, desde este punto de vista, nada se puede hacer cuando violar la soberanía de otra nación es el crimen mayor castigado por Naciones Unidas. No concebida la misión en Líbano como soberana, sometida a los dictados del mutilado y débil ejército libanés, ni siquiera la consideración nacional de acto terrorista conlleva las consecuencias necesarias; ¿tropas españolas buscando atacantes casa por casa? ¿Reacción militar española en Líbano? Panorama imposible. El blindado reventado regresa a la base, los muertos son repatriados y los responsables celebran sin inquietud el éxito de la acción mientras España vuelve a desangrarse en querellas internas.
Incapaces de reaccionar ante los ataques sufridos, vueltos contra sí mismos desde el fatídico 11M, los españoles comienzan a interpretar toda violencia ejercida sobre ellos, civiles o militares, combatientes o no, como acto terrorista. Cuando toda violencia es comprendida como acto terrorista, y cuando se concibe que es imposible la ofensiva y el ataque, una sociedad queda históricamente a merced del terrorismo, golpee en Atocha o en Beirut. Queda paralizada ante ataques como el del domingo, y traslada la parálisis a los combatientes que recorren las zonas más peligrosas del planeta. Y lo hacen con la única esperanza de regresar vivos a la base, es decir, con la desesperanza que produce quedar a merced del terrorista.
Óscar Elía Mañú es Analista del GEES en el Área de Pensamiento Político.

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