En «La Codorniz» de Álvaro de Laiglesia, Serafín dibujaba cada semana los diálogos de sus orondas, enjoyadas, desinhibidas y etílicas marquesas. Por estos personajes arrancados del Madrid del desarrollismo, el humorista hasta perdió su nombre civil de Serafín Rojo Caamaño y empezó a ser conocido como el Marqués de Serafín e incluso llegó a firmar así. Las marquesas de Serafín hablaban sobre todo de dos temas: de sus latifundios y de sus pobres. Competían entre ellas, a ver cuál atendía a los pobres más necesitados, más desgraciados, más desasistidos. Los diálogos que Serafín ponía en boca de sus marquesas eran estrictamente crueles, del más negro humor:
— Pues mi pobre de los lunes es mucho más desgraciado que el tuyo, Marisa. Si vive todavía es porque no tiene dónde caerse muerto.
— Ni me lo compares con mi pobre de los martes, que es como el tuyo pero además le faltan las dos piernas, porque lo pilló un tranvía. ¡Pero es limpísimo!
Los pobres de las codornicescas marquesas de Serafín tenían sus protocolos y rituales. Como la caritativa campaña navideña del «Siente un pobre a su mesa», a la que tanto partido de colectivo retrato social sacó Luis García Berlanga en «Plácido». Las marquesas de Serafín hablaban del pobre de los lunes y del pobre de los martes porque les tenían asignado a cada uno de sus habituales cierto día de la semana para que acudieran a su palacio para el magnánimo ejercicio de la caridad.
Cuanto evoco no es ficción literaria. Es recuerdo de una España que creíamos superada. Pero que, con la crisis, vuelve. Todo decrece, se reduce y «recesiona» (me apunto la paternidad del neologismo, antes de que lo saque un especialista en lenguaje políticamente correcto). Menos el índice de pobres, que se dispara. Hay un trágico indicador de la pobreza: los comedores de Cáritas, que no dan abasto. O la reescritura de la sopa boba del Siglo de Oro que generosamente ofrecen en sus conventos las Hijas de San Vicente Paúl. Sabemos el número de parados, que eran 3.128.963 a 8 de enero, pero desconocemos cuántos pobres hay en España. Que quizá sean más que los parados. Los pobres ni siquiera están en las estadísticas de paro. Antes se hablaba de los pobres de solemnidad. ¿Qué mayor solemnidad que la presente, en que el pobre tiene que vender el coche para poder ir al supermercado, pero no encuentra quien le compre el Ford Fiesta, y no tiene ni para pagar los gastos de comunidad del piso hipotecado donde vive y que ya el banco le ha amenazado con quitárselo? El pobre actual es el autónomo de la construcción que dependía de los pagarés de una empresa que presentó suspensión de pagos y lo ha dejado colgado, con el banco exigiéndole lo que no tiene. O el parado al que se le ha acabado el plazo de la prestación, con 55 años y dos hijos aún solteros y sin trabajo, porque no les renovaron el contrato de mileuristas.
Ya no está Serafín para pintar sus marquesas en el cruel diálogo de la emulación de pobres. Es una lástima. Las marquesas de Serafín tendrían ahora pobres para dar y regalar, para socorrer a todas las horas del día, antes de ir al cóctel donde se ponían moradas de tintorro. Un lector me envía una escena real de nuestro tiempo estrictamente terrible. Me dice: «Me encontraba leyendo su recuadro cuando han llamado a la puerta. Era un señor con la expresión de la desesperación y la pena en la cara, limpio y bien peinado que venía pidiendo “una ayudita”. Sencillamente no me lo esperaba. Desde que era chico no recuerdo esa imagen de alguien pidiendo casa por casa: “—¿Quién era, hijo? —Un pobre pidiendo, abuela”. En poco tiempo se ha repetido esa estampa a la puerta de casa, ¿A qué niveles de agobio debe llegar una persona para salir a la calle a pedir? Siento lástima porque quizá mañana sea yo uno de ellos. Mi padre es empresario de la construcción pero, ¿que diferencia hay entre el jefe de una empresa pequeñita donde ya no hay trabajo y su asalariado en paro? Poca».
A los pobres a domicilio, cuando les negaban la limosna, les decían: «Dios le ampare, hermano». Ahora Dios tendrá que echar horas extraordinarias para ampararnos a todos. Tu motocarro de «Plácido» está otra vez dando vueltas por España, querido Luis García Berlanga.
Antonio Burgos.
— Pues mi pobre de los lunes es mucho más desgraciado que el tuyo, Marisa. Si vive todavía es porque no tiene dónde caerse muerto.
— Ni me lo compares con mi pobre de los martes, que es como el tuyo pero además le faltan las dos piernas, porque lo pilló un tranvía. ¡Pero es limpísimo!
Los pobres de las codornicescas marquesas de Serafín tenían sus protocolos y rituales. Como la caritativa campaña navideña del «Siente un pobre a su mesa», a la que tanto partido de colectivo retrato social sacó Luis García Berlanga en «Plácido». Las marquesas de Serafín hablaban del pobre de los lunes y del pobre de los martes porque les tenían asignado a cada uno de sus habituales cierto día de la semana para que acudieran a su palacio para el magnánimo ejercicio de la caridad.
Cuanto evoco no es ficción literaria. Es recuerdo de una España que creíamos superada. Pero que, con la crisis, vuelve. Todo decrece, se reduce y «recesiona» (me apunto la paternidad del neologismo, antes de que lo saque un especialista en lenguaje políticamente correcto). Menos el índice de pobres, que se dispara. Hay un trágico indicador de la pobreza: los comedores de Cáritas, que no dan abasto. O la reescritura de la sopa boba del Siglo de Oro que generosamente ofrecen en sus conventos las Hijas de San Vicente Paúl. Sabemos el número de parados, que eran 3.128.963 a 8 de enero, pero desconocemos cuántos pobres hay en España. Que quizá sean más que los parados. Los pobres ni siquiera están en las estadísticas de paro. Antes se hablaba de los pobres de solemnidad. ¿Qué mayor solemnidad que la presente, en que el pobre tiene que vender el coche para poder ir al supermercado, pero no encuentra quien le compre el Ford Fiesta, y no tiene ni para pagar los gastos de comunidad del piso hipotecado donde vive y que ya el banco le ha amenazado con quitárselo? El pobre actual es el autónomo de la construcción que dependía de los pagarés de una empresa que presentó suspensión de pagos y lo ha dejado colgado, con el banco exigiéndole lo que no tiene. O el parado al que se le ha acabado el plazo de la prestación, con 55 años y dos hijos aún solteros y sin trabajo, porque no les renovaron el contrato de mileuristas.
Ya no está Serafín para pintar sus marquesas en el cruel diálogo de la emulación de pobres. Es una lástima. Las marquesas de Serafín tendrían ahora pobres para dar y regalar, para socorrer a todas las horas del día, antes de ir al cóctel donde se ponían moradas de tintorro. Un lector me envía una escena real de nuestro tiempo estrictamente terrible. Me dice: «Me encontraba leyendo su recuadro cuando han llamado a la puerta. Era un señor con la expresión de la desesperación y la pena en la cara, limpio y bien peinado que venía pidiendo “una ayudita”. Sencillamente no me lo esperaba. Desde que era chico no recuerdo esa imagen de alguien pidiendo casa por casa: “—¿Quién era, hijo? —Un pobre pidiendo, abuela”. En poco tiempo se ha repetido esa estampa a la puerta de casa, ¿A qué niveles de agobio debe llegar una persona para salir a la calle a pedir? Siento lástima porque quizá mañana sea yo uno de ellos. Mi padre es empresario de la construcción pero, ¿que diferencia hay entre el jefe de una empresa pequeñita donde ya no hay trabajo y su asalariado en paro? Poca».
A los pobres a domicilio, cuando les negaban la limosna, les decían: «Dios le ampare, hermano». Ahora Dios tendrá que echar horas extraordinarias para ampararnos a todos. Tu motocarro de «Plácido» está otra vez dando vueltas por España, querido Luis García Berlanga.
Antonio Burgos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario