sábado, 3 de enero de 2009

MEDIO SIGLO DE CASTRISMO I.-




LA DICTADURA INVISIBLE.
Cuba es hoy, después de cincuenta años de vendaval castrista, un país pobre (de solemnidad). Es una nación hecha trizas. Tanto, que si fuera posible, la inmensa mayoría de sus habitantes la abandonaría. Se convertiría en un sitio prácticamente inhabitado. Por prácticamente inhabitable. A pesar de ello, sus viejos y desalmados capataces pretenden seguir mostrándola como una especie de reducto de no sé qué capital simbólico (a falta de otro capital), de no se sabe bien qué utopía, o resistencia paradigmática ante el Mal. Lo triste es que, por razones diversas, son muchos los que entran al juego. Intereses varios, cual encontrados vientos, azotan la Isla miserable moviéndola en direcciones distintas. Vientos que se dicen amables, pero que esconden la furia indecente de réditos espurios, en tanto que todos se distancian de las verdaderas ansias y conveniencias de los cubanos.
Cincuenta años de desastre y de horror en Cuba –eso sí, con canciones de Silvio, con música de los Van Van y con sensualidad caribeña– han sido invisibles para el mundo. El castrismo ha sido el icono nostálgico e irreductible de la izquierda y el juguete (roto, pero juguete al fin) de todos los demás. Juguete con el que todos han jugado. El juguete preferido de la Unión Soviética durante la Guerra Fría. El juguete de los demás, de todos, después de la caída del Muro de Berlín. El desastre y el horror castrista siempre invisibles. Y/o transferidos. Si Castro asesina, él no es el culpable, como sí lo fueron Franco, o Pinochet, o Videla. No, el culpable es Estados Unidos. Si Castro encarcela a periodistas, a bibliotecarios, a defensores de los derechos humanos, pues sí, eso está mal, pero la culpa es, en última instancia, de la injerencia de los Estados Unidos y del mafioso exilio cubano de Miami. Si en América Latina hay dificultades económicas, si hay pobreza, está claro, es el resultado de las nefastas políticas neoliberales, de la famosa teoría de la dependencia, de la explotación del Imperialismo en contubernio con las oligarquías locales. Pero si la economía cubana se halla absolutamente en ruinas, si la población sufre décadas de cartilla de racionamiento, si hay literalmente hambre, pues la responsabilidad no reside en el sistema económico impuesto por la dictadura; no: la culpa es del embargo norteamericano.
No caben dudas, nos hallamos ante la dictadura invisible. Tan invisible que todos se aprestan a salvarla en sus horas más bajas y crepusculares. Eso sí, todos muy preocupados por la suerte del querido pueblo cubano. La verdad es otra bien distinta, en la que se entremezclan varias y confusas razones. La España espumosa de Zapatero, y con ella la Europa sin identidad y soñolienta, busca en Cuba, amén de pingües negocitos (no muchos, el erial no da para tanto), mostrar cierta ridícula "independencia" ante el "Imperio". En fin, ímpetus de vieja ramera. Se les da bien coquetear con el pobre símbolo maltrecho.
Lo de América Latina es una conjunción enfermiza de mediocridad, envidia, atavismos no superados, visión tontorrona de la sociedad y de la historia. La Venezuela impresentablemente bolivariana buscando, con el mamarracho Gorila Rojo, la grandeza loca soñada por el Prócer y que no pudo ser. Brasil, eterna frustración de potencia mundial, juega al liderazgo de una región que tras dos siglos de independencia sólo puede exhibir un historial de siniestras dictaduras hasta llegar al encanallamiento de esa izquierda zoqueta y delirante que hoy la gobierna. Por supuesto, siempre por culpa de los otros. De España, de Cristóbal Colón, de la pérfida Albión o del malvado vecino del Norte. Y Méjico. Oh, Méjico lindo y querido, siempre odiando. Al español, al francés y, sobre todo, al gringo. Y a vivir de las remesas, que son dos días. Cuba y su dictadura invisible es el juguete con el cual sacan pecho ante el imperio. Risible y patético, si no fuera por el horror que legitiman.
Y Rusia. La madrecita Rusia, siempre soñando con sus viejas y sombrías glorias. Jugó antes con Cuba, en época de la sórdida Unión Soviética, y vuelve a hacerlo ahora, siempre de manos del KGB, que hoy se llama Putin. Antes, los misiles en Turquía a cambio de los misiles en Cuba. Ahora, un quítate de Georgia que yo me quito de Cuba. Asco.
Se cumplen cincuenta años de la dictadura más longeva que ha conocido América Latina. Y la más cerrada y totalitaria. Y la más invisible. Habrá celebraciones –ya las está habiendo– en medio mundo. Sólo unos pocos tendrán un pensamiento para los miles de fusilados, para los decenas de miles de desaparecidos en el mar huyendo del horror, para las decenas de miles de personas que han cumplido espantosos años de prisión y para los que hoy mismo se pudren en las cerca de trescientas cárceles de la Isla. Pocos tendrán en cuenta el sufrimiento de millones de exiliados. No se hablará, y si se hace será de pasada, de la maliciosa y minuciosa destrucción de una nación otrora próspera. Se hablará, siempre se ha hablado, de la digna resistencia numantina ante el Imperio. Y de los "logros" en la salud pública y la educación.
La dictadura continuará siendo invisible para los más. Menos para los cubanos. Ese pueblo que cada vez más sonora e insistentemente se pregunta: ¿hasta cuándo? Un reclamo que igualmente es invisible para aquellos que, como decía Martí, sólo son capaces de ver lo que acontece en la superficie. Un día llegará el fin del horror. Un día será visible, para sonrojo de tantos.
Orlando Fondevila.
EL CASTRISMO, CRÓNICA DE UNA TIRANÍA INFAME.
EL CASTRISMO, UN RÉGIMEN DE UN SOLO HOMBRE.

De poco más de cien años que tiene Cuba como república independiente, casi la mitad lo ha pasado bajo la férrea dictadura de un solo hombre. A diferencia de otros regímenes comunistas, el componente personal del cubano ha sido primordial. Ni la Unión Soviética, ni ninguna de las antiguas repúblicas populares del este de Europa dependieron tanto de un liderazgo personal e intransferible como el de Fidel.
Un binomio perfectamente engrasado. El comunismo cubano es inseparable de Fidel Castro y Fidel Castro inseparable del comunismo cubano. Así de sencillo. De ahí que, más que de república popular cubana, se haya hablado siempre de castrismo. Un sistema político con unas características propias, cimentado sobre las tesis marxistas y llevado a la práctica por un hombre sin escrúpulos, adicto al poder, soberbio e implacable con sus enemigos.
Este es uno de los motivos por los que el socialismo a la cubana sólo haya arraigado con fuerza en la Isla. Ninguno de los muchos intentos de implantarlo en otros países ha funcionado, y eso que las autoridades cubanas no han escatimado medios para propagar su revolución por el mundo. La insularidad y el modo en el que el castrismo fue construyéndose y echando raíces en Cuba es un fenómeno único y, por lo tanto, irrepetible. Con Castro muere un modo de conquistar y conservar el poder, un modo de llevar un país a la ruina, un modo, en definitiva, de instalarse en el aparato del Estado hasta dejarlo seco.
DE MONCADA A SIERRA MAESTRA.
Pero, ¿cómo nació el castrismo? ¿Cuál fue su acto fundacional? En esto, como en todo lo que rodea a la controvertida revolución cubana, hay opiniones. Para unos el castrismo tiene su punto de partida en la entrada de los barbudos en La Habana el 1 de enero de 1959, para otros un poco más tarde, con motivo de la frustrada invasión de la isla por parte de los exiliados en 1961. Por último, para los más volcados con la causa, el castrismo nace el 26 de julio de 1953. Ni un día antes ni uno después. En esa fecha se produjo el asalto de los cuarteles de Moncada y Báyamo. Ambos fueron un fracaso y el Gobierno de Fulgencio Batista detuvo a los instigadores, entre ellos a Fidel Castro. Unos pasaron por el patíbulo, otros, más afortunados como el propio Castro, fueron recluidos en espera de juicio.
El 26 de julio es la fecha por excelencia del castrismo, su octubre, su santo y seña y el 26 es el número más repetido de la reciente historia de Cuba. Así se llamó el movimiento que tomó La Habana en 1959 y la omnipresente propaganda del régimen insiste, una y otra vez, en ciudades y aldeas, carreteras y caminos de cabras que "siempre es 26".
Batista era un dictador al más puro estilo latinoamericano con todas sus corruptelas y desórdenes incorporados. Había llegado al poder tras un golpe de Estado en el que derrocó a Carlos Prío Socarrás. Instauró un gobierno autoritario y se dedicó a robar todo lo que pudo con la inestimable ayuda de su camarilla. Por lo demás, era rechoncho y malencarado pero, sobre todo, ladrón.
El presidio para el joven abogado rebelde duró 22 meses. Durante el juicio al que fue sometido hizo valer su condición de letrado y ensayó ante el tribunal una pieza gloriosa que el castrismo posterior transformó en fetiche, "La historia me absolverá" se titulaba. En mayo de 1955 Castro fue excarcelado. Todavía pueden verse las fotos en las que, vestido de punta en blanco, abandonaba la Isla de Pinos. Los años de encierro del líder llevan siendo exaltados más de 50 años aunque las buenas lenguas se han encargado de desmitificarlos. Lo han hecho recurriendo a las cartas que el propio Castro escribía desde la Isla:
"Comunicaron mi celda con otro departamento cuatro veces mayor y un patio grande, abierto desde las 7am hasta las 9pm. No tenemos recuento ni formaciones en todo el día. Nos levantamos a cualquier hora, (tenemos) agua abundante, comida y ropa limpia. No sé, sin embargo, cuánto tiempo más vamos a estar en este paraíso."
Tras ser liberado hizo las maletas y se marchó a México, al México del PRI. Su obsesión era conquistar el poder en Cuba de cualquier modo, y, en Hispanoamérica cualquier modo significa por la fuerza. Adiestró a unos cuantos guerrilleros y puso rumbo a Cuba en el Granma, un yate de recreo que había pertenecido a un norteamericano. De aquí lo de Granma, es decir, "Grand Mother" o "Abuelita". Arribaron de muy mala manera a la costa cubana y, según pusieron el pie en tierra, el ejército de Batista fue a por ellos, pero sin demasiado convencimiento, porque Castro, junto a Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos, sobrevivió.
Los pocos que quedaban se reagruparon y, con lo que habían salvado de la refriega, se encaramaron en la Sierra Maestra, la región más deprimida y abandonada de toda Cuba. La estrategia era sencilla.
1.- Atacar todos los cuartelillos del ejército y desaparecer.
2.- Atacar a todas las unidades militares que se internasen en la sierra.
3.- Salir en desbandada cuando los militares eran más o se encontraban en terreno que les era propicio.
Castro no inventó nada. Esta era (y es) una técnica muy conocida por los salteadores de caminos de todo el mundo, y de todos los tiempos.
Entonces se produjo el milagro. Los guajiros arruinados de aquellas comarcas empezaron a prestar ayuda a los revoltosos. Que si un cerdo por aquí, que si algo de maíz por allá, que si el hijo de fulano se alistaba voluntario, que si el primo de zutano les subía provisiones de Santiago. Aquello marcó el punto de inflexión. Batista no caía bien a nadie y, aunque los bardos del castrismo lo hayan repetido mil veces, tampoco era simpático para los norteamericanos, que no dudaron en retirarle el apoyo logístico y vetar la venta de armas a su Gobierno.
Los barbudos de Castro, en cambio, poseían un atractivo arrebatador. Eran jóvenes, valientes e idealistas. Los periodistas de medio mundo se quedaron con la copla e hicieron campaña por ellos. Así, entre lo uno, lo de los guajiros, y lo otro, lo del buen nombre que Castro se estaba haciendo en el extranjero, a la heroica guerrilla cubana se le pusieron las cosas muy cuesta abajo. Tras dos años y pico de escaramuzas y mucho malvivir en el monte, el ejército revolucionario (que es como lo llamaban sus líderes) llegó a La Habana y la hizo suya. El éxtasis estaba servido. Batista huyó precipitadamente acarreando consigo la parte del botín que le dio tiempo a salvar.
SOCIALISMO O MUERTE.
Fidel Castro nunca había sido comunista, o, quizá lo fuese pero nunca lo había confesado. Como los historiadores y los periodistas no somos pitonisos, hemos de concluir que Castro se hizo comunista una vez llegó al poder. Un caso único y realmente persistente porque se ha muerto siéndolo. El castrismo vino al mundo sin ideología formal. Eran, en todo caso, jóvenes exaltados cuyo programa pasaba más por devolver la democracia a Cuba que por implantar otra dictadura.
Huelga decir que el programa primero nunca se cumplió. Según Fidel llegó al poder y sentó sus reales en la poltrona se autoconvenció de que de allí sólo lo iban a sacar con los pies por delante. Como todos los dictadores latinoamericanos que en el mundo han sido. Con una pequeña diferencia. Otros autócratas quieren mandar y ya está, sin más aditamentos que el poder por el poder o el robo a través del poder. Castro, sin embargo, y conforme fueron pasando los meses desde su coronamiento laico en las calles de La Habana, concibió un programa de transformación social. Después de él a Cuba no la iban a conocer ni los propios cubanos. Eso lo ha conseguido. La Cuba de 2006 no es ni un pálido reflejo de lo que fue en la década de los 50. En todos los sentidos.
Mezclando su natural tendencia a mandar con el hecho de que el mundo andaba por entonces partido en dos bloques antagónico, Castro encontró la coartada perfecta para perpetuarse en el cargo. Si se alineaba con uno de ellos, con el opuesto a que lideraban sus vecinos, tendría el poder garantizado de por vida. En Moscú no permitirían que su peón caribeño fuese desplazado, y le mimarían para que la Isla se transformase en la plataforma desde la que el comunismo liberador se extendería por el patio trasero del archienemigo norteamericano.
El balbuciente castrismo dio así su giro definitivo. En 1960 las relaciones con Estados Unidos se deterioraron considerablemente. El gobierno revolucionario ordenó la expropiación de empresas y propiedades norteamericanas en Cuba a la vez que, en secreto, abría negociaciones con la Unión Soviética. Castro entregó su país a la más cruel dictadura de la historia por una cuestión de orden práctico: seguir mandando. Otras consideraciones como la oportunidad de las tesis marxistas o los desvaríos del Che Guevara fueron secundarios. Fidel Castro, que a los treinta y tantos años ya era un charlatán de feria con ínfulas de iluminado, lo único que quería era que nadie hiciese con él lo que él había hecho con Batista. Parece prosaico pero es que fue así.
Para evitar que eso sucediese precisaba forjar un régimen implacable dentro e invulnerable fuera. Eso fue Cuba desde 1961 a 1991. Las purgas en el interior dejaron la represión de Batista en un inocente juego de niños. Nada más tomar las riendas del Estado dieron comienzo juicios públicos con tribunales populares poblados de analfabetos sedientos de venganza. A las farsas procesales le sucedieron palizas, torturas y fusilamientos, muchos fusilamientos. El castrismo nació en un paredón. La sangre de miles de cubanos inocentes fue su agua bautismal. Un impostor argentino fue su sumo sacerdote.
Ajustadas las cuentas con el pasado y modelado el país al antojo de sus nuevos dueños empezó la sangría humana. Cientos de miles de personas han abandonado la isla en los últimos 47 años. Al principio legalmente, después al riesgo de su propia vida. Millones de cubanos viven hoy en el extranjero repartidos mayormente por Estados Unidos y España. Es la Cuba errante, la que no olvida, la que sueña y añora. El primer y definitivo síntoma del castrismo para los que lo hemos conocido desde fuera es el cubano desarraigado.
En 1961 parte de esos emigrantes concibieron la idea de invadir Cuba del mismo modo que Castro había hecho años antes en la expedición del Granma. Pidieron apoyo a Washington y se dispusieron a desembarcar en Playa Girón. Los yanquis les dieron cierta cobertura, pero insuficiente para enfrentarse a ejército revolucionario. Fue un desastre, una chapuza y, además, una mala idea. La amenaza externa es el primer pilar que busca toda dictadura para consolidarse. El episodio de Playa Girón (o Bahía Cochinos) es, en la mitología castrista, un jalón imprescindible, motivo de infinidad de canciones y poesías y alimento necesario con el que a todo propagandista se le ponen los pelos como escarpias de la emoción.
Con idea de afianzar su naciente régimen Fidel Castro tuvo una de las peores ideas del siglo XX: pedir a Moscú que emplazase misiles nucleares en la Isla. Los rusos, halagados por la generosidad caribeña, y obsesionados con conseguir la paridad atómica con los Estados Unidos, pusieron en marcha una operación secreta. Pero el gatuperio que Castro y sus amos soviéticos se traían entre manos fue descubierto por la Fuerza Aérea norteamericana, por uno de los célebres aviones U-2 que vigilaban atentos los cielos de la guerra fría para evitar desagradables sorpresas al inquilino de la Casa Blanca.
Kruschev aseguró que era mentira, que no iban a instalar misiles ni nada parecido. Como era previsible, y más viniendo de un comunista, el que mentía era él. Kennedy no se dio por vencido y bloqueó los accesos marítimos a la Isla. El punto álgido de la crisis se vivió la última semana de octubre de 1962. La semana en la que la humanidad estuvo al borde del infarto. Los que lo vivieron pueden dar fe de ello. Castro, que siempre fue un fanfarrón impresentable, deseaba que su padrino le enseñase los dientes a Kennedy. No pudo ser. Estados Unidos era, felizmente para todos, más poderoso que la Unión Soviética. Así que se zanjó la crisis. Kruschev se retiró y no volvió a intentar lo de los misiles ni ninguna jugada parecida. Castro juró en arameo, puso a caer de un burro al líder soviético y poco más; no era tan importante como a él le hubiera gustado ser. Por fortuna.
LA CACATÚA DE MOSCÚ.
La frustrada invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles apuntalaron el castrismo y le otorgaron su fondo y forma definitiva. Nada esencial ha cambiado desde entonces. Durante las décadas de los 60, 70 y 80, Cuba se transformó en una ruinosa economía dependiente por entero de las limosnas que recibía de Moscú. Una ruinosa economía cuyo objetivo más sagrado fue siempre propagar el socialismo en el Tercer Mundo. En eso Castro y los suyos mostraron un celo mayor que el de sus amos soviéticos.
Mientras en La Habana o Santiago los cubanos iban al colmado de la esquina con la cartilla de racionamiento en la mano, su Gobierno tenía soldados repartidos por todo el continente africano. La de Angola quizá sea la campaña más famosa pero no la única. Miles de cubanos, imbuidos de un espíritu de cruzada al modo socialista, perecieron en tierras tan lejanas como Etiopía, Argelia o Somalia. De hecho, el propio Che Guevara casi se deja la piel en el Congo junto un puñado de cubanos para terminar dejándosela en Bolivia junto a otro. Y todo por instaurar más dictaduras.
Como todo comunista que se precie, Castro acusaba a los enemigos de lo que él perpetraba en silencio. El imperialismo socialista, tanto de la Unión Soviética como de Cuba, es uno de los temas del siglo XX menos estudiados. Por razones obvias, claro.
Dentro de la isla, el nivel de vida y el de represión fueron creciendo, pero a la inversa. Los cubanos, a lo largo de los últimos 47 años, han sido cada vez más pobres y menos libres, un paraíso del revés. Uno de los muchos proyectos que los revolucionarios traían bajo era acabar con el monocultivo azucarero y hacer de Cuba una potencia industrial al estilo de Alemania o Checoslovaquia. El que iba a obrar el milagro era Ernesto Guevara, un tipo de gatillo fácil, mucho entusiasmo e indocumentado por completo para las labores de gobierno. No consiguió nada, tan sólo dilapidar preciosos recursos y desvariar a placer durante varios años. A tal extremo llegó la cosa que Castro le retiró y reorientó la economía cubana a proporcionar azúcar al bloque soviético a precios inflados. Nunca el azúcar fue tan mono cultivado como en los primeros años del castrismo. La zafra anual se convirtió en una celebración a la que eran invitados todos los habitantes de la Isla, desde los contables hasta lo maestros de escuela. Una invitación que no podían rechazar. Ni empleando a todo el país se consiguieron los objetivos. Además, daba igual porque Moscú y sus satélites compraban el azúcar a un precio ficticio luego no había necesidad alguna de producir más o menos, mejor o peor, era un simple destajo revolucionario al que Castro se apuntaba sin complejos y con mucho fotógrafo a su alrededor, para que quedase constancia gráfica de su hazaña.
Los subsidios moscovitas proporcionaron un mediano pasar al régimen, que no a los cubanos. La carne, por ejemplo, es un lujo asiático para las dos últimas generaciones de cubanos de a pie. Las mismas que han vivido hacinadas en caserones y apartamentos, las mismas que se han visto obligadas a consagrar los domingos al trabajo voluntario, las mismas que, privadas del pan y las palabras, mantienen la llama de la revolución encendida en actos multitudinarios, reuniones callejeras de los comités de defensa de la revolución y manifestaciones contra el bloqueo, es decir, contra el embargo comercial, a estas alturas tanto da.
EL CASTRISMO TARDÍO O COMO RECREARSE EN LA MISERIA.
La caída del muro y la desintegración de la Unión Soviética constituyeron un serio varapalo a la dictadura. Muchos creyeron entonces que eso se acababa y que, como en Polonia o Bulgaria, Bielorrusia o Estonia, se abría una nueva etapa que arramblaría con el horrendo régimen que les esclavizaba. Grave error de apreciación. No se dieron cuenta que, más que una dictadura comunista, la cubana es, esencialmente y por encima de cualquier otra consideración, la tiranía personal de un individuo, en nombre, eso sí, del comunismo.
El fin de la pensión soviética (que a los jerifaltes del régimen se les antojaba vitalicia) pusieron a Castro en la disyuntiva de abrir la mano o dejarla cerrada. Eligió lo segundo, lo hizo porque quería seguir mandando. Esa ha sido la única lógica a la que Fidel Castro ha sido fiel toda su vida: mandar. Un déspota no puede permitirse aventuras que pongan su poltrona en almoneda. Amaneció Cuba entonces al llamado "Periodo especial", es decir, a ajustarse el cinturón hasta un extremo lindante con lo intolerable. Todo menos cambiar, todo menos dejar que otro ocupase el lugar del Comandante en Jefe. Años de miseria sin nombre y represión sin cuento en los que hasta la máquina de propaganda terminó gripándose. La generación más joven de cubanos es casi lo único que han conocido.
El nuevo siglo, el que debía poner la luz al final del túnel, ha traído un inesperado renacimiento de la utopía. A Castro le han salido amigos criados entre los cascotes humeantes del muro de Berlín, y la industria turística ha hecho fluir miles de millones de euros al interior de la Isla. Los cubanos no han visto ni uno. Los más afortunados trabajan en hoteles que pertenecen sociedades mixtas del Gobierno y multinacionales extranjeras. Se les remunera en pesos sin valor alguno, pero el ministerio del ramo cobra por sus servicios en dólares contantes y sonantes.
La dignidad a la que se refieren muchos cuando hablan de Cuba es eso, trabajar de gratis para el Estado o verse segregado en su propio país por los extranjeros que llegan cargados de dólares a tomar el sol... o a cumplimentar asuntos íntimos por lo general inconfesables. Dicen que La Habana de Batista y Beni Moré era, para los yanquis, un inmenso casino con aires coloniales y vistas al Caribe. Tal vez sea cierto. También lo es que La Habana actual, la de Castro y Saramago, es una ciudad desvencijada y sujeta por la cincha de un régimen brutal, vigilada por cámaras de seguridad las 24 horas, poblada por un regimiento de ubicuos policías que no pasan una. Una ciudad que ya no es un casino, es un burdel. Poco más se puede decir.
El legado del castrismo puede resumirse en dos palabras: ruina y servidumbre. El resto está aún por escribirse.
Fernando Díaz Villanueva.
TODA UNA VIDA.
La mía. Cincuenta años esperando por lo que nunca ocurrió. Soñando con el fin de la tiranía que robó a mis padres lo poco que habían ahorrado. Todo lo que tenían y que no pudieron traer a Madrid en agosto de 1969, fecha en la que con tres maletas de tela, sin nada en el bolsillo y con un hijo de 12 años regresaron a España. Aún recuerdo cómo de mi brazo izquierdo colgaba un abrigo de entretiempo que desentonaba en el verano madrileño. Mi madre lo había cosido en La Habana por miedo a un invierno que no había olvidado. Creo que nunca me lo puse. Alguien me regaló un anorak. No sé qué fue del abrigo. Lástima. Me gustaría conservarlo junto a las tres maletas de tela.
Lo que sí conservo es el recuerdo de lo mucho que mi padre añoró a La Habana. Jamás hubiera vuelto a España de no ser para apartarme de la tiranía. Para nadie es fácil volver con cincuenta y cinco años y más pobre que cuando marchó. A la que no regresó fue a la ciudad que le permitió prosperar. Y la quería mucho más que la quise y la quiero yo. ¿Para qué iba a regresar? La Habana que conoció ya no existía. Se perdió para siempre. Cincuenta años es más que siempre. Es lo que tiene el comunismo envuelto en patraña, empeño.
Muchos de los que años después fueron mis amigos simularon no creerme cuando les hablé de la belleza y la prosperidad que mis padres recordaban. Según ellos, Cuba nunca pudo ser próspera antes de que los barbudos bajaran de Sierra Maestra. Batista era un dictador. Castro no podía ser peor. Además, la escasez llegó con el bloqueo que jamás existió. Los malos son los yanquis, etc. etc. etc. Aún simulan asumir sinceramente lo que les consta falso. Mienten. Ni quisieron ni quieren saber. Son los mismos que ahora no preguntan por la masacre de Madrid. No les importa que no se sostenga la versión oficial del 11-M. Miran para otro sitio. ¿Por qué tendrían que mirar para la verdad de la barbarie que únicamente puede ofrecer a los cubanos miseria y represión?
No sólo simularon no creerme, también me reprocharon que prefiriera vivir en la dictadura franquista antes que en la tiranía cubana. ¿Cómo explicar la diferencia entre una dictadura y una tiranía a los supuestos progres que simulan que aún creen lo que jamás creyeron? Nunca reconocerán que, a pesar de que Batista no fue más que dictador tan cobarde como corrupto, no obligó a los cubanos a simular que le querían, ni a participar en un acto de repudio en contra de los que pretendían abandonar la Isla, ni a fingir que les gustaría ser como un asesino en serie. Castro, sí. Obliga a sus víctimas a simular que quieren lo que odian.
A pesar de que en este artículo prefiero reseñar lo que recuerdo sin detenerme en las cifras en las que sin duda otros se detendrán, sé que no existe un analista honesto que niegue que en diciembre de 1958 Cuba era el segundo o tercer país más rico de Iberoamérica. Entonces no exportaba balseros hambrientos. Recibía a miles de emigrantes que sabían que si se sacrificaban podrían mejorar sin que nadie les robara lo que era suyo. Pero llegó Castro, fusiló a mansalva mientras bajaba los alquileres, se quedó con todo lo que existía y construyó y llenó con cien mil presos más de doscientas cárceles. Y ahí le tienen cincuenta años después. Más viejo y en chándal. Pero aún paciente de un cirujano que cobra en Madrid de mis impuestos y contando la misma patraña de la que cada año huyen miles de sus víctimas que prefieren exponerse a los tiburones antes que sobrevivir en la desesperanza eterna. Medio siglo después ahí sigue. Dictando la misma trola, la de entonces, la que me recuerda mi maleta de tela y mi ridículo abrigo.
Ya lo sé. Va a ser que no seguí el consejo del alcalde de Madrid y no olvidé lo que no podía olvidar. Quizás por eso supe que perdí después de aprender que cincuenta años más tarde no se puede ganar. Mi padre no regresará a La Habana y yo no tengo donde volver. Sólo la nostalgia hará que un día regrese a la esquina de la calle Milagros con Diez de Octubre. Tal vez, cuando ya no puedan introducir cocaína en mi maleta y no les tenga que pedir permiso para regresar al país en el que nací, pueda rezar un Padrenuestro en la Iglesia de los Pasionistas. Personalmente, no puedo aspirar a mucho más. Pero no lo sientan por mí. No sé bailar, me aburre nadar, prefiero Luarca a Varadero, el güisqui al ron y el fútbol al béisbol. Soy más del Aleti de Madrid que de niño fui de Los Industriales. Nada que no sean más que recuerdos me esperan en Cuba. Y me bastan con los que conservo.
A lo que no renunciaré es a denunciar sus crímenes. No depende de mí que los jueces españoles los investiguen, pero mientras pueda y me lo permitan les llamaré lo que son, asesinos, carceleros, ladrones y torturadores. Me consta que son muchos los que agradecen leer lo que saben que es cierto. La otra tarde me preguntaron que cuándo me cansaría de escribir siempre lo mismo sobre los mismos. La joven que me lo preguntó lucía una boina calada y una camiseta con la fotografía de Guevara. No me demoré en contestarle. Le respondí que mientras ella luciera lo que lucía yo me sentiría obligado a insistir en lo que insistía. Me habló de los marines estadounidenses que medio siglo atrás se acostaban con las prostitutas cubanas. La misma patraña mil veces contada. En toda Cuba no existían entonces tantas prostitutas como las que ahora encontraríamos en algunos barrios de Madrid. De nada me sirvió señalarle los institutos que hoy sirven para reclutar a miles de adolescentes que por menos de nada se ofrecen al más desagradable de los extranjeros capaz de disfrutar con su sufrimiento. Simuló no creerme. En cualquier caso, la culpa sería del bloqueo que nunca existió. Todo menos asumir el fracaso de los cómplices de Guevara. Mucho más que la verdad le mola su fotografía. Cree que le queda muy bien su boina calada.
También por ellos perdí. Cincuenta años después son demasiados los jóvenes españoles que tienen a Guevara y a los Castro por revolucionarios que disfrutaron del valor y del acierto suficiente para lograr sobrevivir acosados por una potencia enemiga. Lástima que no se cambien por los adolescentes que en Cuba alquilan su cuerpo para comprarles un bocadillo a sus abuelos. Ellos no quieren ser como un asesino en serie. Quieren escapar. Sueñan con despertar muy lejos de los escombros que rodean los prostíbulos que tapan las más de doscientas cárceles en las que torturan a más de cien mil presos. Nunca me aburriré de recordar los logros de los que sirviéndose de un rosario nos vendieron su barbarie como la revolución de los pobres. Escombros, prisiones y prostíbulos. Los frutos de una patraña que no ocasionó más que sufrimiento y desesperanza.
Sí. Tal vez no se demore el día en el que pueda regresar. Más que por mí, me alegraría por los que allí sufren. Para mí ya siempre sería tarde, mal y nunca. Yo sé de mi derrota. De nada me serviría negarlo. También aquí la sufrí. Cincuenta años después, no puedo negar que venció la mentira. La que simula creer la joven de la boina calada. En lo que respecta a mi familia, los hermanos Castro pueden sentirse satisfechos. Nos ganaron. Ellos lo robaron y nosotros lo perdimos. Eso sí, que alguien se lo diga antes de que se mueran, lo perdimos todo menos la memoria. Y algo tengo que agradecerles. Gracias a sus crímenes aprendí que no se puede despreciar el sufrimiento ajeno ni renunciar a la verdad. Lo que no sé es cómo explicárselo a la chica que lucía la fotografía de Guevara en su camiseta. No aceptará que ahora sabe que la engañaron. Su sectarismo no le permitirá verbalizar que la patraña que simula defender esconde medio siglo de barbarie.

Víctor Llano.

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