
Los que «sólo» son profesores de Economía tienen un vicio: el de, como decía, y practicaba Unamuno, ser «sacerdotes de la verdad». Una frase de Milton Friedman, el grande de la Escuela de Chicago, es contundente en esto: «Ni en broma puede un economista utilizar falazmente el análisis económico».
Y debemos estar convencidos de lo que otro gran economista, el británico Edwin Cannan señaló: «Aunque los errores puedan triunfar durante un cierto tiempo, la verdad se mantiene firme y vence a largo plazo», añadiríamos que para daño de los ciudadanos, que sufren las consecuencias de una política económica errónea.
Recordemos a Keynes tratando de impedir la vuelta al patrón oro a la paridad de la preguerra que, equivocadamente, y con su energía habitual, había decidido Churchill. Intentó frenar aquello con sus artículos en el «Evening Standard» recogidos después en el librito «Las consecuencias económicas de Mr. Churchill» (1925). En 1931, en medio de la Gran Depresión, al abandonar definitivamente el Reino Unido ese patrón, todos daban la razón a Keynes. Lo indicado es muy importante porque, volvamos a Pigou, la realidad es que «entre estudiosos serios, los puntos de acuerdo sobre problemas fundamentales son mucho más numerosos que los de controversia». No es baladí, pues, lo que los profesores de Economía dicen y más los que lograron, como Krugman, el premio Nobel, porque ellos sí son capaces de advertir los errores de la política económica. Esta es una cuestión vital.
Otro colosal economista, George Stigler, en sus desenfadadas «Memoirs of an unregulated economist» (Basic Books, 1988) escribe: «Seré tan temerario como para afirmar que es más importante que una sociedad sea inteligente con su política económica que con el uso de la energía nuclear. Sólo en Rusia millones de campesinos murieron a consecuencia de la política económica de la década de 1930, un múltiplo muy elevado del efecto del desastre de Chernóbil».
Profesor Velarde Fuertes.
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