Las reses de «Cabeza Prieta» se reunieron en un claro de la marcha poco antes de iniciarse la montería. Las armadas de los monteros marchaban hacia sus puestos, y se oían los ladridos de las rehalas, aún encerradas en sus cajones rodantes. Todos los animales de «Cabeza Prieta» se sentaron en torno del más vetusto jabalí y el más arrogante de los venados. Fue el venado el que dio el soplo. «No es posible que todos huyamos de los perros por el mismo lugar, pero intentad hacerlo por el puesto de la traviesa que ocupa el del chaquetón. Con ese chaquetón no se puede apuntar bien, ni disparar. Es el típico chaquetón de los horteras que se creen que por tener dos tonos de marrón vamos a confundirlo con el tronco de un roble o de una encina. El sombrero es de los que marcan época. Si no fuera por los malditos perros, todos entraríamos por ahí y no habría ni una sola baja en la montería». El viejo jabalí, sabio cochino, se dirigió al venado. «¿Se sabe quién es? Aquí, más o menos, conocemos a todos los monteros». Y el venado, que estaba muy enterado de los detalles, después de ser informado por las chovas y las urracas, respondió sin titubeos: «El del chaquetón con color de tronco y el sombrerillo verde de hoja de encina, se llama Baltasar Garzón». «¿El juez de todos los años?». «El mismo, viejo marrano». «Pues el que pase por ahí va a tener mucha suerte». Ya se hallaba Garzón en su puesto. Tenía un tiradero holgado, pero no fácil. El rifle, reluciente. Su postor le recomendó: «Señoría, quítese ese chaquetón, que se ve a la legua que es un chaquetón». Garzón miró al postor con distancia afectiva. «¿Es usted del PP?»; «no, señoría, que yo siempre he votado a las izquierdas»; «pues no vuelva a meterse con mi chaquetón, que es precioso, o le imputo en la trama». En otro puesto, el ministro de Justicia, mucho más montero de años y atavíos que el del chaquetón, tumbó a dos venados y un cochino, que hizo tornillazo cuando recibió el impacto de la bala disparada por Bermejo. Las monterías son así. Diez minutos de tensión, veinte de interés por los ladridos de las rehalas y los agarres, y horas de soledad en el puesto. Vibraron los móviles. «¿Qué tal Baltasar?»; «La montería mal. Me han entrado cuarenta reses pero no he tenido tiempo de disparar por culpa del chaquetón, que a ti te lo reconozco, ministro, aunque sea precioso, es tan grueso que no me deja levantar los brazos. Pero lo que nos interesa, que es la trama de corrupción del PP, va de perlas. He imputado a dos del Partido Popular, y si no tienes inconveniente, voy a meterlos en la trena». «Eso lo tienes que decidir tú, Baltasar». «Pero me encantaría contar con tu apoyo y el de José Luis». «Ya sabes que los tienes, Balti». En la finca colindante con «Cabeza Prieta», las cuarenta reses que pasaron por el puesto de Garzón se abrazaban y retozaban con júbilo indescriptible. «Es que no se puede venir a cazarnos vestido de esa manera», comentó entre carcajadas el viejo marrano, catedrático de jarales y quebradas, matador de veinte podencos en su vida de rondas, aguardos y monterías. «El otro, el de las barbas, tira mejor, yo me he salvado por los pelos», dijo un venado con el susto palpitándole bajo el codillo. A esa hora, procedente de Madrid, el Jefe de la Unidad Policial que investiga al PP, viajaba para cenar con el montero de las barbas y el juez del chaquetón.
Alfonso Ussía.
Alfonso Ussía.
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